Sobre Turguéniev

Posted on 2018/11/28

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Las ideas de Turguéniev situadas en el contexto de su época

POR LUIS O. BREA FRANCO Hoy Digital 2007
Turguéniev fue el intelectual ruso del siglo XIX que más profundamente sintió una vocación europea. Lo atraía Occidente por la multiplicidad de formas, principios e instituciones que había sabido crear en todos los ámbitos posibles de la vida humana.

Occidente había creado –en la visión de Turguéniev- no sólo distintas maneras de creer o no, en el hecho religioso, sino que también había abierto diferentes modalidades de organizar el sistema político, según las múltiples variantes del parlamentarismo liberal, llegando hasta asumir la necesidad de la más amplia apertura y libertad para el debate cultural y a facilitar, a los individuos más adelantados espiritualmente, la posibilidad de desarrollar un estilo de vida propio e individual.

Aspiraba a que su patria pudiese acceder a un desarrollo cultural cosmopolita. Luchaba para que Rusia pudiese abrirse a todas las manifestaciones de la cultura europea, y estaba convencido de que la “esencia” rusa –el modo de ser y la idiosincrasia del pueblo- unida a la conciencia y a la ciencia occidental generaría un sentido de pertenencia a una unidad cultural mucho más amplia y universal.

A diferencia del modo de ver la cultura occidental que se manifestaba en Turguéniev, se desarrolló en su época, tanto entre los pensadores radicales como entre los defensores de una cultura rusa autóctona, la idea de que Europa fuese una entidad cultural moralmente corrupta, sin consistencia intelectual, espiritualmente superficial y decadente, llamada a sucumbir, en breve, en el abismo de los tiempos.

Ejemplo de esta actitud la encontramos, sin rebuscar mucho, en Dostoievski, en su novela “Los hermanos Karamázov”, que fue escrita en los años finales de la década de 1870, pero que acontece narrativamente entre el año de 1865 y el siguiente. Dostoievski pone en voz de Iván Karamásov ésta nostálgica y escéptica expresión sobre Europa: “Quiero viajar a Europa,… ya sé que el viaje que emprenda me llevará sólo a un cementerio, pero será, ése, el cementerio más querido, más entrañable… Yacen allí difuntos muy estimados; cada una de las piedras que los cubren habla de la ardiente vida pasada, de la fe apasionada en el propio hecho heroico, en la propia verdad, en la propia lucha y en la propia ciencia…”

La consciencia nacional rusa se desarrolló, por aquellos años, en contraste con Europa. Por un lado, en contraposición con los occidentalistas, reaccionaban los eslavófilos que se oponían a la cultura europea y al capitalismo, y querían evitar a su patria experiencias traumáticas como fueron los horrores de la revolución francesa, un violento acontecimiento histórico que para muchos permanecía abierto y latente. Por ello rechazaban las ideas ilustradas y deseaban rescatar los valores y las tradiciones propiamente rusas para contraponerlos a la cultura occidental.

En el otro lado estaba el movimiento político de los populistas, que se generó en los debates sobre las posibilidades abiertas para realizar la liberación de los siervos. Muchos de los que eran, entonces, jóvenes estudiantes, hijos en su gran mayoría de miembros de la “inteligentzia” o de nobles decaídos, decidieron, en ese momento, dedicar su vida al rescate y a la liberación del olvidado campesinado.

Para alcanzar este objetivo abandonaron sus casas, sus estudios y sus preocupaciones personales para irse a los campos de las provincias más lejanas a desarrollar comunidades de trabajo y de vida con los campesinos, con miras a crear “el hombre nuevo” que describía Chernishevsky en su fallida novela: “¿Qué hacer?”, escrita para despertar, precisamente, en los jóvenes idealistas radicales la necesidad crear nuevos rusos, libres de prejuicios morales, consagrados a la creación de un mundo de progreso y decididos a impulsar la transformación social.

Los jóvenes populistas imaginaban la aldea campesina como una comunidad armoniosa en que se lograría instaurar, al final de las luchas sociales por la libertad de la servidumbre, el reino de la hermandad humana. Esta institución luego de su reafirmación en el campo –pensaban- se extendería a todas las demás instancias productivas y sociales.

El objetivo fundamental de los populistas era ayudar a que el pueblo despertara; ayudarlo a que pudiera realizar la que consideraban su natural vocación social: construir el socialismo agrario, restableciendo la institución de la “obshina”, la comunidad agraria primitiva.

Esta “marcha o ida hacía el pueblo”  por la que se desvivían los populistas finalmente fracasó, y ello se produjo, en primer lugar, porque los campesinos no podían comprender ni los discursos ni las ideas de los populistas; además, porque los estudiantes no podían soportar la intensa fatiga que producía en sus cuerpos acostumbrados a otro tipo de vida, el trabajo en los campos; ni podían comprender la absoluta ignorancia, el abandono y la apatía de los campesinos.

Ante el fracaso de los radicales para comunicar y convivir con los campesinos durante los años sesenta y siguientes, se comienza a vislumbrar que la única vía abierta a la lucha revolucionaria será pasar a otra fase organizativa de la misma; había que pasar a la acción directa, esto es, pasar a combatir el sistema mediante la violencia y el terrorismo.

En cierto modo, a los inicios de la década de los años sesenta del siglo XIX, casi toda la intelectualidad rusa progresista llegó a consideran que mediante la emancipación de los siervos, la sociedad debía reconocer a éstos como ciudadanos que debían ser puestos al tanto de sus derechos, y, a la vez, pensaban que la nueva sociedad debía crear oportunidades para que los antiguos siervos pudiesen desarrollar su vida personal a través del despliegue de tales derechos.

La problemática, ahora, se concentraría en determinar: cuál era la auténtica naturaleza del campesino; qué oportunidades debía ofrecerle la sociedad para que pudieran conquistar sus derechos y de qué manera podría contribuir la cultura campesina al afianzamiento de la cultura nacional rusa.

A tales cuestiones se intentó corresponder elaborando estudios sobre las características étnico-populares del mundo campesino, y es a partir de esta época y de una nueva percepción del fenómeno campesino, que surgen los primeros estudios del folklorismo ruso donde la figura del campesino se encuentra en el centro de todas las preocupaciones.

Para comprender la importancia del primer libro de Turguéniev, “Memorias de un cazador”, habría que situarlo como uno de los primeros aportes que condujeron a colmar esta nueva necesidad de contar con la cultura campesina y de conocerla. El libro, por vez primera en la literatura rusa, presenta al campesino como un ser humano capaz de pensar, hábil para el trabajo práctico y preocupado por ideales elevados; en definitiva, lo determina como un ser con profundas preocupaciones prácticas, morales y religiosas.

“Memorias de un cazador” ejerció gran influencia desde el momento de su aparición en los años cincuenta; contribuyó a modificar inicialmente, algunas actitudes sociales negativas de las minorías cultas sobre la realidad campesina y ayudó a decantar cuales eran los aspectos positivos de su humanidad.

iVÁN TURGUÉNEV
UN RUSO EUROPEO

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   Con motivo del 200º aniversario del nacimiento de Iván Turguénev, el Centro Ruso de Ciencia y Cultura ha organizado la muestra, que lleva por título “Iván Turguénev, un ruso europeo”, que destaca el vínculo y la afinidad que el escritor mantuvo siempre con Europa, una actitud que no impidió que mantuviera su identidad rusa, a pesar de las críticas de parte de muchos de sus contemporáneos. (Petit) Homenaje a un autor que supo captar los estados de ánimos de la sociedad en cada momento.

ALEMANiA Hijo de una acaudala familia rusa, después de estudiar en San Petersburgo y Moscú, el joven Iván fue enviado a Alemania para continuar su formación en la Universidad de Berlín. El contacto con la sociedad centroeuropea, mucho más avanzada tanto tecnológica como socialmente que la rusa, produjo una gran impresión en el escritor que, a partir de entonces, se mostró partidario de la occidentalización de Rusia.

BOUGiVAL Situada a las afueras de París, apenas a 15 kilómetros de la capital, Bougival fue para los parisinos adinerados del siglo XIX el barrio de moda, en el que poder vivir tranquilamente, alejados del bullicio de la ciudad, pero bien comunicados con la capital. Iván Turguénev (1818-1883) y Pauline Viardot García (1821-1910) tenían sendas residencias que, aunque estaban separadas, se localizaban en parcelas colindantes para poder ir de una a otra sin dificultad. En la actualidad, dichas casas albergan sendos museos dedicados al escritor y la cantante. Bougival también fue uno de los lugares a los que acudían a pintar los impresionistas como Monet, Renoir y Sisley.

CEREBRO Cuando en 1883 Iván Turgénev (en la ilustración) falleció, se extrajo el cerebro de su cráneo y se pesó. Las personas presentes se quedaron realmente sorprendidas al comprobar que el órgano en cuestión pesaba más de 2 kilos. Concretamente dos kilos 21 gramos. Lo suficiente como para ser incluido en el libro Guinness de los Récords.

DiARiO DE UN CAZADOR Fue el primer éxito literario de Turguénev. Se trata de un libro de relatos cortos en los que el autor narra algunas experiencias relacionadas con el mundo de la caza, vividas durante su infancia y primera juventud. Aunque fue publicado en 1847, el autor continuó escribiendo relatos, que fue añadiendo al libro original. El último escrito que entró a formar parte del libro fue “El bosque y la estepa”, fechado en 1874.

ESPAÑOL Una de las características de la obra y el pensamiento de Turguénev es su afinidad con los países de la parte occidental de Europa, a los que consideraba más civilizados. El que fuera calificado como “el más francés de los escritores rusos”, también se interesó por España. De hecho, Turguénev llegó a estudiar español para leer a autores como Cervantes o Calderón, y así conocer mejor la cultura de la que sería su amante, Paulina Viardot García, cantante de ópera nacida en Francia, pero de padres españoles.

FiLOSOFíA Iván Turguénev estudió filosofía, historia, filología rusa y se especializó en Hegel y en los clásicos de la literatura de su país. A pesar del extenso conocimiento, que tenía de los autores rusos, Turguénev siempre tuvo curiosidad por los escritores franceses como Gustave Flaubert (1821-1880), del que llegó a ser amigo durante su estancia en Francia.

GÓGOL Cuando Nicolai Gógol falleció en 1852, Iván Turguénev escribió una emotiva necrológica que quiso publicar en La gaceta de San Petersburgo. El texto era tan elogioso que los censores del régimen zarista llegaron a considerarlo blasfemo y consideraron su prohibición. Tras mucho insistir, Turguénev consiguió que fuera aprobado y publicado, no en San Petersburgo, pero sí en Moscú. Al día siguiente, el responsable de censura moscovita fue cesado, y Turguénev detenido y encarcelado durante un mes, al final del cual fue obligado a exiliarse de su ciudad durante casi dos años.

HiJOS Las diferencias generacionales entre unos adultos, incapaces de percibir que los tiempos estaban cambiando y unos jóvenes inconformistas, son la base de Padres e hijos, novela escrita por Iván Turguénev en 1860 y publicada dos años más tarde por entregas en un periódico conservador. Turguénev trabajó de manera obsesiva en el original para evitar que la novela fuera prohibida por la censura, que podría ver en los personajes más jóvenes una apología del nihilismo y la revolución. Al final, la tibieza del autor a la hora de tratar el tema y la falta de un mensaje unívoco hacia uno u otro lado resultaron ser la causa de que la novela no gustase ni a los partidarios del absolutismo zarista ni a los defensores de medidas progresistas. Eso sí, los censores no la prohibieron, y Padres e hijos se convirtió en una de las obras más importantes del autor ruso.

iMPERiAL Sergei Nikolaevich Turgenev, padre de Iván Turguénev, era oficial de caballería del ejército imperial. Su ocupación a las órdenes del zar hacía que pasase poco tiempo en la casa familiar, lo que provocaba que, cuando estaba con sus hijos, fuera un padre amable y nada autoritario. Cuando el escritor tenía 17 años, Sergei Nikolaevich falleció por un problema renal, e Iván y su hermano se quedaron a cargo de su madre, cuya severa personalidad era totalmente opuesta a la de su padre.

JAViER MARíAS En 1992, el escritor madrileño, Javier Marías, publicó Vidas escritas”, un volumen en el que se recogían biografías de diferentes autores, entre los que se encontraban Joyce, Faulkner, Conrad, Lowry, Mishima, Sterne, Emily Brontë y Turguénev. Del escritor ruso, cuenta Marías que, durante un tiempo, vivió junto a su amante, la cantante de ópera Paulina Viardot García, y su marido armónicamente y sin problemas en la misma casa. El escritor hace hincapié en que solo fue armónico durante un tiempo. Al final, el señor Viardot decidió salir de escena.

KARMAZíNOV Las relaciones entre Iván Turguénev y sus colegas escritores rusos no eran precisamente idílicas. Sus diferentes formas de concebir la literatura, la política y la organización social hicieron que surgieran entre ellos peleas, pendencias y enemistades, que duraron años. También hubo lugar para las burlas y mofas. Dostoyevski, por ejemplo, se rió de Turguénev incluyendo en Los demonios un personaje llamado Karmazínov, que no era otro que un trasunto del escritor.

LEON TOLSTÓi Mientras que Turguénev encarnaba al ciudadano ruso occidentalizado, que deseaba que su país evolucionase a un modelo político y social centroeuropeo como el que estaba implantado en Alemania y Francia, Tolstói (1828-1910) representaba a aquellos ciudadanos más conservadores que preferían que Rusia mantuviera sus costumbres y sus instituciones tradicionales. Por esa razón, sus relaciones nunca fueron buenas. Tanto es así que, en una ocasión, Tolstói le retó a duelo. Aunque la cosa no llegó a más, ambos escritores estuvieron sin hablarse casi dos décadas. Retomaron la relación casi al final de la vida de Turguénev quien, en su lecho de muerte, se reconcilió con Tolstói al que hizo una trascendente petición

MÉDULA Iván Turguénev falleció en su casa de Bougival en 1883 después de sufrir las consecuencias de un cáncer, que le había afectado a la médula espinal. Aunque en un primer momento se extirpó el tumor, ya se había producido la metástasis, razón por la cual los últimos años del escritor fueron duros y dolorosos. Antes de fallecer, Turguénev se reconcilió con Tolstói para pedirle que volviera a escribir. A raíz de ello, Tolstói retomó la tarea literaria, y escribió obras como La muerte de Iván Ilich (1886). El cuerpo de Turguénev fue embalsamado para poder ser trasladado a San Petersburgo, donde está enterrado.

NiDO Publicada en 1859, Nido de hidalgos narra la vida de un noble ruso, que es engañado por una esposa licenciosa y disipada. Para intentar superar la difícil situación emocional en la que se encuentra, Laureski, que así se llama el noble, se retira a la casa familiar. Allí, además de hallar un ambiente honesto, sencillo y alejado de las vanidades de la ciudad, se reencuentra con Lisa, su joven prima, con la que comienza a mantener relaciones, animado por el rumor de que su esposa ha fallecido. Poco tiempo después, la esposa reaparece en su vida dispuesta a exigir lo que le corresponde, incluido compartir lecho con su marido. En definitiva, un dramón de los de toda la vida que se diferencia de los folletines baratos por la calidad literaria de Turguénev quien, según los críticos, construyó en Nido de hidalgos, una de sus mejores novelas.

ORiOL Situada a unos 350 kilómetros de Moscú, a orillas del río Oká, se encuentra la ciudad de Oriol. Su principal actividad productiva es la agricultura, igual que en los tiempos de Iván Turguénev. En dicha localidad, la familia del escritor tenía grandes extensiones de tierra y un gran número de siervos que las trabajaban. La casa familiar de Turguénev se conserva en la actualidad, y alberga en su interior un museo relacionado con el escritor.

PAULiNA ViARDOT GARCíA La cantante de ópera, de origen español, pero nacida y criada en París, fue el gran amor de Iván Turguénev. Se conocieron en San Petersburgo, ciudad a la que Paulina había acudido a interpretar algunas piezas del repertorio operístico italiano. A partir de entonces, mantuvieron un largo romance, que duraría hasta la muerte del escritor y a lo largo del cual también compusieron juntos algunas óperas.

QUiJOTE Las figuras literarias de Hamlet y Don Quijote fueron la base de una conferencia pronunciada por Turguénev a beneficio de los escritores que pasaban penurias económicas. En ella, Turguénev presenta al ser humano como un ente dividido por el escepticismo de Hamlet y el idealismo del personaje de Don Quijote. La atracción por el personaje cervantino y su gusto por la obra del español hizo que Turguénev se plantease traducir el Quijote al ruso, aunque finalmente no llevó a cabo esa empresa. La conferencia “Hamlet y Don Quijote” está publicada en castellano por la editorial Sequitur.

RUDiN En 1856, la revista literaria Sovremennik publicó Rudin, la primera novela de Iván Turguénev. En ella, el escritor ruso aborda el que será uno de sus temas recurrentes en su obra: el hombre superfluo, ese personaje privilegiado y talentoso, que no encaja en la sociedad, pero que carece del ánimo suficiente como para actuar y cambiar las cosas. Rudin, que también es una apasionada y tormentosa historia de amor, fue adaptada al cine por el realizador Konstantin Voinov en 1976.

SUELO VíRGEN Publicada en 1877, pero ambientada en una década antes, Suelo virgen es una novela en la que Turguénev aborda las condiciones de vida de los campesinos rusos y las revueltas sociales de mediados del siglo XIX. Sin embargo, lejos de desarrollar una historia romántica en la que los campesinos se rebelan contra los oligarcas y obtienen libertad y mejores condiciones de vida, Turguénev muestra un grupo social que difícilmente se organiza, que apenas entiende a sus líderes y que, cuando llega el momento de luchar, consideran que tal vez no sea tan mala idea mantener la situación de sumisión en la que están. En definitiva, una novela pesimista, o tal vez simplemente realista, sobre el género humano, que ha sido publicada en España en la colección de Letras Universales de la editorial Cátedra.

TRADUCCiONES Hasta fechas recientes, las traducciones de muchos autores rusos se hacían no directamente del idioma original, sino a partir de otras traducciones, bien inglesas, francesas o italianas. Eso ha provocado que algunas de las ediciones en castellano de la obra de Turguénev dejen bastante que desear, e incluso que se produzca confusión entre ellas porque existen diferentes títulos para una misma obra. Diario de un cazador, por ejemplo, aparece traducido en ocasiones como Memorias de un cazado” o Novela de un cazador. Suelo virgen aparece en ocasiones como Tierra virgen. Nido de nobles está también traducida como Nido de hidalgos. Aguas primaverales es a veces Aguas de primavera… En resumen, que salvo Padres e hijos, sobre la que parece que no hay dudas.

ÚLTiMO BRUJO (EL) Iván Turguénev y Paulina García firmaron juntos varias óperas. El escritor se encargaba de los libretos y la cantante de la composición. Entre esas obras se encuentran “El ogro y las jovencitas” y “El último brujo”. Esta última se estrenó por primera vez en 1867, en un pase privado en la casa de Turgueniév en Baden-Baden y, dos años más tarde, en el Court Theatre de Weimar. La historia gira en torno a un viejo brujo cuya presencia no agrada a los elfos, que habitan en el mismo bosque que él. La relación entre ellos no mejora precisamente cuando los elfos intervienen para que la hija del hechicero se case con un príncipe. “El último brujo” se representó algunas veces más durante finales del siglo XIX y, posteriormente, quedó casi olvidada. En 2005, la Universidad de Calgary reestrenó la obra traduciendo el libreto del francés al inglés.

VARVARA PETROVNA LUTOViNOVA Turguménev tuvo una relación bastante tormentosa con su madre, Varvara Petrovna Lutovinova, que era como se llamaba la buena mujer o, mejor dicho, la mala. Según los biógrafos de Turguénev, Varvara era una persona mezquina y malvada, que mostraba la misma crueldad con sus hijos que son sus más de 500 siervos. A pesar de todo, parece ser que el mal carácter de la madre del escritor no era nada comparado el de la abuela de Turguénev, madre de su madre.

WOMACK En 2011, la editorial El Aleph publicó una nueva traducción de Diario de un cazador, realizada por James y Marian Womack. En esta ocasión el título elegido fue Del álbum de un cazador.

XiLOGRAFíA El artista alemán, Fritz Eichenberg (1901-1990), realizó en los años 40 una serie de ilustraciones para una edición de Padres e hijos, publicada por Heritage Press. Para ello, Eichenberg recurrió a la técnica de la xilografía, que consiste en horadar la imagen en una superficie de madera que, posteriormente, se entinta para imprimir la ilustración final.

YVELiNES La comuna de Bougival, donde vivió y falleció Iván Turguénev, está situada en el antiguo departamento de Seine-et-Oise que, en la actualidad, ha pasado a denominarse Yvelines.

ZAR El zar Alejandro II era un admirador de Turguénev, al menos de su libro Diario de un cazador. Aunque lo que realmente llamó la atención del soberano ruso eran las narraciones sobre pájaros, caza y naturaleza, también hicieron mella en él las ideas del escritor sobre la abolición de la servidumbre y la necesidad de modernizar Rusia. Si bien el reinado del zar Nicolás I se caracterizó por la represión y la censura, la llegada al trono de su hijo Alejandro II hizo que el ambiente político y social fuera menos severo. A pesar de ello, seguía siendo demasiado opresivo. Ejemplo de ello es la experiencia de Nicolás II, nieto de Alejandro II, derrocado por la Revolución rusa de octubre (o noviembre, por lo del calendario juliano) de 1917.

                                               (De Eduardo Bravo, el 01 de febrero de 2018)

La Viardot y Turguéniev, un amor eterno

Rodolfo Bueno Ruta Kritica

Hay amores que sobreviven en las páginas románticas de los buenos escritores y el lector que deja volar su imaginación revive hechos que a lo mejor nunca pasaron. Por algo Turguéniev escribe: “En la vida de las personas hay grandes misterios y el amor es uno de los más inaccesibles”, frase que ilustra, en parte, la vida apasionada que durante cuatro décadas mantuvo con Paulina García Viardot, soprano española que dibujaba bien, tocaba el piano, hablaba algunos idiomas, componía y mantenía pláticas seductoras con sus interlocutores.

Turguéniev la escuchó cantar por primera vez en San Petersburgo y se encontró con ella de nuevo en las tertulias que Paulina realizaba en su casa de campo de Courtavenel, a la que asistían George Sand, Chopin, Rossini, Musset, Delacroix, Saint-Saëns, Flaubert, Gounod, Liszt y todo intelectual conocido de esa época de oro del arte mundial.

George Sand sirvió de casamentera en el matrimonio de Paulina con Louis Viardot, veinte años mayor que ella y mentor de la carrera artística de la soprano que cautivó a toda personalidad de su época, pues era atractiva pese a no ser físicamente bella. Turguéniev no sólo que sería atrapado por sus redes sino que entre los tres, marido, mujer y amante formarían un triángulo amoroso de envidia: sólo treinta metros separaban sus viviendas, Paulina tuvo hijos tanto de Louis como de Iván; asimismo viajaban juntos y hacían público un adulterio que los franceses llaman ménage a troi. Es que el amor es una enfermedad cuya cura no busca el afectado por el mal.

La obra literaria de Turguéniev está impregnada de sentimientos amorosos hacía Paulina, como una melancolía sutil, difícil de asimilar y degustar. Toda la actividad intelectual de este escritor está influenciada por la familia Viardot, basta señalar que Louis conocía al dedillo a todos los grandes escritores de España y había traducido El Quijote al francés, por lo que en su hogar predominaba el castellano, idioma que Turguéniev aprendió de ellos y cultivó toda su vida, lo que le permitió embeberse de la literatura española en su propia lengua y no sólo eso sino traducir al ruso a clásicos como Calderón y Cervantes; también, trabajar en la traducción de El Quijote, tarea que lastimosamente no concluyó nunca.

Turguéniev nació el 9 de noviembre de 1818, en Oriol, al sur de Moscú, en el latifundio de la acaudalada terrateniente Varvara Petrovna Turguéneva, su madre, lo que le permitió conocer la vida del campesino ruso, que bellamente trata en su obra literaria. Su padre era un coronel noble que nunca se preocupó por su hogar ni por sus hijos sino por sus aventuras personales, en las que traicionaba a su esposa con toda mujer que se le cruzara el camino, pues se había casado sólo por el interés monetario. Al enviudar, Varvara se convirtió en una madre tiránica que se desquitaba con sus hijos de todas las frustraciones que le produjo el matrimonio con un hombre guapo y menor que ella.

La rica naturaleza del inmenso feudo en que se crió Turguéniev fue su refugio. Allí encontró desahogo a su pesada vida, allí pudo mitigar el abandono filial que se daba en su hogar y recoger recuerdos para su futura obra literaria, allí mezcló su soledad y su tristeza con el rico paisaje que le rodeaba. Al crecer, descubriría que el mundo es un vivero de injusticias, particularmente las de la servidumbre, institución social en la que el campesino era propiedad del terrateniente y con la que nunca estuvo de acuerdo.

A los quince años ingresó en la universidad de San Petersburgo para estudiar Filosofía. La influencia de Pushkin y Gógol y su roce con el mundo literario le inspiraron a escribir poemas románticos. Las ideas liberales, en boga en esa época, calaron en su mente juvenil, cinco años más tarde viaja a Berlín para continuar su formación universitaria. La ideología de Hegel, escuela filosófica en boga, y la amistad que tuvo con otros pensadores lo aproximaron al anarquismo, especialmente cuando conoció a Bakunin, con cuya hermana vivió un apasionado romance. En 1848 se encontró en París con Alexander Herzen, ideólogo de la revolución campesina rusa, con el que fue amigo íntimo cuando eran estudiantes.

En 1852, al morir su madre, Turguénev hereda una inmensa fortuna. Regresa a Rusia donde mejora la situación de sus siervos, pero no los libera. Escribe un artículo elogioso dedicado a la muerte de Gógol, por el que es recluido en su hacienda.

Memorias de un cazador es su primera gran obra literaria, fue pública por la revista El Contemporáneo. Se trata de una serie de cuentos concatenados cuyo común denominador son los sucesos de la vida rural acontecidos antes de que Alejandro II aboliera la servidumbre en 1861. Según Dostoievsky, se trata de la obra de un hombre acomodado, poco comprometido con la situación social de su país, para el que sólo existe la vida bucólica del campo de Rusia.

Su famosa novela, Nido de hidalgos, es publicada en 1859. Se trata de la trama de un noble ruso que, luego de ser engañado por su esposa, se enamora de su prima Lisa, hermosa e inocente joven que se embelesa de él. Cuando se entera de que ha muerto su mujer, él se entusiasma con la idea de vivir un nuevo amor. Pero todo había sido un rumor, la presunta fallecida aparece para reclamar el lugar que le corresponde en su hogar; la trama no es lo importante sino la forma en que está narrada. En 1867 publica Humo, novela en la que critica las promesas de los revolucionarios rusos. En Tierras vírgenes, publicada en 1877, describe a los naródniki, rusos de la ciudad que van al campo a predicar la revolución. Esta novela fue mal vista por los conservadores y por los revolucionarios.

Turguénev fallece el 3 de septiembre de 1883 en Bougival, Francia, previamente había redactado el manuscrito: Turguénev. Una vida para el arte, en que trata del gran amor, del sufrimiento, de las emociones y de la pasión que sintió por Paulina Viardot. Lastimosamente, la obra no ha sido encontrada pese a haber sido buscada por todos los rincones de Europa.

Hoy, doscientos años después de su nacimiento, vale la pena enaltecer y releer su obra.

Padres e hijos de Turguénev, una lectura de David Pérez Vega

27 septiembre, 2016

Padres e hijos, de Iván S. Turguénev.

http://revistaparaleer.com/blogs/padres-e-hijos-de-turguenev-una-lectura-de-david-perez-vega/

Editorial Alba. 284 páginas. 1ª edición de 1862; esta de 2015.

Traducción y notas de Joaquín Fernández-Valdés Roig-Gironella.

De los grandes escritores rusos del siglo XIX, hasta ahora había leído a Fiódor Dostoyeski, Lev N. Tolstói y Antón P. Chéjov. Sus libros nunca me han defraudado y sabía que tenía pendiente acercarme (entre otros) a Iván S. Turguénev (Orel, Rusia, 1818-Bougival, Francia, 1883). Hace años tuve en casa un ejemplar de Padres e hijos. Lo compré de segunda mano, por muy poco dinero, y lo cierto es que desde el principio no me fié demasiado de aquel libro. Empecé a sospechar que la traducción no estaba hecha directamente del ruso, sino de su versión francesa (algo que ocurría, de forma frecuente en España, con la literatura rusa durante la primera mitad del siglo XX) y acabé deshaciéndome de él en otra librería de segunda mano.

Suelo estar atento al mercado de novedades editoriales, entre otras cosas porque una de mis aficiones favoritas es visitar librerías, y cada día me gusta más lo que publica la editorial Alba. Así que, cuando en 2015 esta editorial sacó una nueva traducción de Padres e hijos, lo anoté mentalmente. A principios de este verano escribí a Alba para solicitarle el libro, con la intención de comentarlo en la revista Eñe y en mi blog. Ellos, muy amablemente, me lo enviaron. Tengo en casa otros libros de Alba sin leer, que he comprado en los últimos años, pero cuando solicito un libro a una editorial y me lo mandan, trato de priorizar su lectura.

Padres e hijos fue la cuarta novela que publicó Turguénev, un escritor reconocido por la crítica y el público desde su primera obra: Relatos de un cazador.

En la introducción que escribe el traductor, Joaquín Fernández-Valdés, se nos pone al corriente del escándalo que supuso en Rusia la publicación de este libro sobre conflictos generacionales. La juventud se enfureció contra Turguénev, porque veían en Bazárov (el protagonista de la novela) una caricatura de ellos mismos; los conservadores, sin embargo, entendían que Bazárov era una peligrosa idealización del joven revolucionario.

En un viaje en tren, Turguénev conoció a un joven médico de provincias. Le impactó su personalidad, que encarnaba, según la mirada del escritor, a un nuevo prototipo de hombre que estaba surgiendo en Rusia. En este joven médico se basó para crear a Bazárov, su personaje más recordado.

La acción de Padres e hijos se sitúa en 1859. El joven Arkadi regresa a su provincia natal, después de haberse licenciado en la universidad de San Petersburgo. Su padre Nikolái Kirsánov le espera, en el camino, con los brazos abiertos. Arkadi regresa a su casa con un amigo de la universidad llamado Bazárov, que vuelve también a su hacienda familiar, y al que Arkadi ha invitado a pasar unas semanas con su familia antes de que él se reúna con la suya.

En el encuentro inicial entre estos tres personajes (un padre, un hijo y el amigo del hijo), Turguénev empieza ya a hacer uso de la ironía para hablarnos de los choques generacionales. Por ejemplo, en la primera página de la novela se nos presenta al padre, Nikolái, que espera a su hijo en el camino. Se nos dice que es «un señor de algo más de cuarenta años que salía sin sombrero, enfundado en un abrigo lleno de polvo y pantalones a cuadros». Me parece significativo ese «abrigo lleno de polvo», como si se describiera un mueble viejo de la casa, para presentar al padre.

Poco después se describe a Piotr (uno de los criados de la familia) del siguiente modo: «El criado, en el que todo revelaba que se trataba de una persona de la novísima y perfeccionada generación –el pendiente color turquesa en la oreja, el cabello abigarrado y untado de grasa, los movimientos corteses; en una palabra: todo–, echó una mirada condescendiente al camino». Esos términos, «novísima y perfeccionada generación», cuando en realidad Piotr es un personaje que mostrará, en más de un momento de la novela, síntomas de indolencia y falta de resolución, no dejan de ser irónicos.

La primera vez que Bazárov habla en la novela, para presentarse al padre de su amigo, se nos dice que lo hace «con voz apática».

En la casa de su amigo, Bazárov termina discutiendo con Pável Petróvich, el hermano mayor de Nikolái Kirsánov y, por tanto, tío de Arkadi, un militar retirado y con fama de seductor en su juventud. Su defensa de los viejos valores rusos chocará con su joven invitado Bazárov, que se declara nihilista. El término no lo inventó Turguénev –leemos en el prólogo de Fernández-Valdés–, pero su uso se popularizó en Rusia a partir de la publicación de esta novela.

En la página 46, Arkadi explica a su padre y a su tío que Bazárov es un nihilista: «Todo lo valora desde un punto de vista crítico»; y «Un nihilista es una persona que no se doblega ante ninguna autoridad, que no acepta ningún principio como un dogma de fe, por mucho respeto que este principio infunda a su alrededor».

Al principio comentaba que Padres e hijos provocó una fuerte polémica en Rusia al enfrentar los puntos de vista de dos generaciones. Debemos tener en cuenta también el momento histórico en que esta novela apareció: el libro se publicó en 1862. En 1861 se había decretado la abolición de la servidumbre en Rusia. Tanto los padres de Arkadi como los de Bazárov son terratenientes y tienen siervos trabajando para ellos, en trámites de ser liberados (algunos terratenientes –la novela transcurre en 1859– no esperaron a 1861 para iniciar este proceso). Sin embargo, estos padres no parecen añorar el pasado de servidumbre de los campesinos (Turguénev siempre se mostró crítico con el sistema de servidumbre).

Nikolái, el padre de Arkadi, se siente decepcionado porque su hijo ha vuelto a la hacienda familiar con su amigo, que ejerce sobre él una gran influencia y le separa de él. Se lamenta así ante su hermano: «Hay algo que no acierto a comprender. Creo que he hecho todo lo posible para no quedarme rezagado de mi tiempo: he arreglado la situación de los campesinos y he montado una granja: ¡en la provincia hasta me llamaron «rojo» por ello! Leo, estudio y me esfuerzo en ponerme a la altura de las exigencias actuales. Y ellos dicen que mi tiempo ya ha pasado» (págs. 75-76).

Nikolái es uno de los personajes más simpáticos de la novela. Un padre que sufre porque se siente alejado de su hijo, y del que el amigo de su hijo se burla porque le gusta la música o la literatura. Bazárov, como nihilista, no siente interés ni por el arte, ni por la belleza de los paisajes, ni por el amor. Además, en la novela da varias muestras de misoginia. Aprecia la belleza de las mujeres y, aunque no queda del todo claro (al fin y al cabo esta es una novela del siglo XIX y el autor no puede ser demasiado explícito), se insinúa que no le importa mantener relaciones sexuales con ellas, aunque rechaza el matrimonio y el romanticismo. Bazárov es un empirista, un aprendiz de médico, que antes de empezar a ejercer su profesión ya afirma descreer de ella (si esta novela se hubiera escrito en los años 90 del siglo XX, Bazárov habría sido un miembro de la Generación X).

Turguénev tiene una mirada ambigua sobre su personaje: por un lado parece otorgarle algunos rasgos positivos, por ejemplo el rechazo de los convencionalismos sociales del antiguo régimen, o el hecho de sentirse cómodo conversando con los siervos a pesar de pertenecer a la clase de los señores. También es un hombre de acción y no un holgazán (un personaje clásico de la literatura rusa del siglo XIX) y cree en la modernización de Rusia por medio de la ciencia. Pero también presenta rasgos negativos: es brusco, insolente, inspira miedo incluso a sus propios padres (que aparecen como personajes entrañables, al igual que el padre de Arkadi) y no disimula su desprecio hacia las mujeres. Por eso, cuando se enamora no sabe cómo reaccionar, dolido en su amor propio por mostrarse débil y caer en el romanticismo que tanto desdeñaba.

Al igual que ocurre en la literatura francesa del siglo XIX (de la que se habla en esta novela, en la que se define el carácter de los personajes en función de su afición a leer o no novelas francesas), el narrador interviene en el texto con comentarios como este: «El señor suspiró y se sentó en un banquito. Aprovechemos para presentárselo al lector ahora que está sentado, con las piernas recogidas, mirando pensativamente a su alrededor» (pág. 17). Sin embargo, me ha parecido que en esta novela los comentarios del autor son menos intrusivos que los de las últimas novelas francesas del XIX que he leído (Rojo y negro, de Stendhal, y Las ilusiones perdidas de Balzac). De hecho, en este caso el narrador se permite, con tono irónico, no ser siempre omnisciente: «Los dos creían decir la verdad. Pero ¿decían sus palabras la verdad, toda la verdad? Ni ellos mismos lo sabían, y el autor aún menos» (pág. 245).

Como es tradicional en Alba, la traducción de Joaquín Fernández-Valdés me ha parecido estupenda. Observo que Turguénev, como ocurre en muchas de las obras fundamentales del siglo XIX, no se empeña en usar un lenguaje especialmente metafórico o adjetivado. La belleza del texto se basa en la armonía con la que se componen las escenas mostradas. Es decir, en muchos casos el autor detiene su mirada en descripciones de la naturaleza, mostrando sus conocimientos sobre árboles y pájaros (algo que Bazárov habría censurado). Asimismo, Padres e hijos es un prodigio en el tratamiento de los personajes: éstos entran y salen de las escenas con mucha soltura, y su personalidad está muy bien definida. Creo que lo mejor del siglo XIX ruso está condensado en esta novela de Turguénev, del que pienso leer más libros.

El gran Vladímir Nabókov escribió sobre este libro: «No es solo la mejor novela de Turguénev, sino una de las obras más brillantes del siglo XIX». Poco más se puede añadir.

Iván Serguéevich Turguéniev

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Iván Serguéevich Turguéniev nació en 1818, en el seno de una acaudalada familia de terratenientes en Oriol, Rusia. Su vida y, por lo tanto, toda su creación literaria tienen lugar en la Rusia decimonónica, cuya historia es la historia de sus zares: Alejandro I (1801-1825), Nicolás I (1825- 1855) y Alejandro II (1855-1881).

Después del reinado ultraconservador de Alejandro I, su sucesor Nicolás I dio comienzo a una etapa caracterizada por una gran expansión imperialista y teñida, al tiempo, de una brutal represión. Nicolás I no sólo demostró gran crueldad para con su pueblo, sino que traspasó fronteras llegando a influir en importantes monarquías europeas. Su reinado estuvo marcado por un férreo control sobre los insurgentes: restituyó la policía secreta, reprimió con dureza la libertad de expresión y construyó campos militares de deportación en Siberia. Trataba fervientemente de impedir que las ideas de la Revolución francesa se difundieran a lo largo y ancho de su imperio. Al finalizar su reinado, dejó un país lleno de miseria y hambre, endeudado y empantanado en la Guerra de Crimea, que él mismo había provocado.

En ese escenario socio-político nace y vive Turguéniev. Ya desde la infancia, vivió muy de cerca el sufrimiento de los siervos y los malos tratos a los que estaban sometidos, oponiéndose, especialmente, al sistema de servidumbre, algo que se convirtió en tema recurrente de sus obras. Su padre, Serguéi Nikoláevich Turguéniev, coronel de la caballería imperial, murió cuando él contaba tan sólo dieciséis años, dejando a Iván y a su hermano al cuidado de su despótica madre, Bárbara Petróvna Lutovínova.

Turguéniev tuvo un largo proceso formativo que por sus peculiares características marcó fuertemente su personalidad y su obra. Sus primeras enseñanzas las recibió en su propia casa (algo bastante común en la época), con profesores e institutrices extranjeras, y se inició en la literatura rusa de una curiosa forma: a escondidas, con un siervo, que posteriormente sería retratado en una de sus obras. Más adelante, su formación se hizo más ortodoxa, académicamente hablando, y asistió a las universidades de Moscú y San Pertersburgo, donde finalizó sus estudios de los clásicos, literatura rusa y filología.

En 1838 Turguéniev se sumerge en una experiencia que marcará profundamente su obra y su pensamiento al trasladarse a Berlín para completar sus conocimientos en la universidad de dicha ciudad, donde, junto con Stankevich, Granovski y otros jóvenes rusos, conformó una tertulia filosófica de ideales humanísticos. A raíz de aquel primer contacto con Europa occidental, Turguéniev quedó fuertemente impresionado por la sociedad centroeuropea y regresó pensando que aquella Rusia anclada en el pasado podía progresar siguiendo los pasos de Occidente, en oposición a la tendencia eslavista de la época. De manera paralela, su genialidad como escritor se apreciaba ya en sus primeras obras, llegando incluso a recibir comentarios favorables de Bielinski, quien por entonces era el principal crítico literario ruso.

Unos años después, de vuelta a Rusia, Turguéniev quiere ser profesor de universidad, pero, arruinado a causa de una disputa con su madre, no se lo puede permitir y comienza la carrera de funcionario en el Ministerio de Asuntos Interiores, donde permanecerá hasta 1843, año en el que presenta su dimisión del cargo. Con la aparición de varias obras más, a mediados del siglo XIX, es consagrado como uno de los escritores rusos más significativos de su época. Como ya hemos señalado antes, Turguéniev se posicionó claramente en uno de los dos bandos surgidos entre la inteligentsia rusa del siglo XIX: occidentalistas y eslavófilos. Los primeros alentaban a su pueblo a incorporarse a Europa occidental, pues afirmaban con certeza que ello les permitiría mejorar enormemente su nivel de vida. Por el contrario, los segundos, de una ortodoxia extrema, con representantes como Dostoievski y su Raskólnikov (personaje principal de Crimen y castigo), pensaban que lo mejor era permanecer a buen recaudo de cualquier influencia externa, exaltando las tradiciones más arraigadas de Rusia.

Turguéniev vivió de primera mano la censura de sus tiempos, en 1852, escribió unas líneas en la Gaceta de San Petersburgo idolatrando al escritor Nikolái Gógol que le costaron un mes de prisión y el exilio a la hacienda de su madre durante al menos dos años. Así, las últimas décadas del reinado del zar Nicolás I modificaron definitivamente la escena. El clima político era funesto para muchos escritores; por ello, la constante persecución y arresto de artistas, intelectuales y científicos hicieron que muchos de ellos, incluido Turguéniev, abandonasen su país emigrando a Europa occidental.

En 1855, cuando Iván ya contaba con cierta madurez creativa –tenía treinta y siete años–, sube al trono el zar Alejandro II, con quien se inicia un nuevo periodo. Éste comenzó una política liberalizadora que se vio reflejada en la concesión de mayores libertades en las universidades, en la reforma de la administración de justicia y en el desarrollo de los zemstvos o asambleas aldeanas. La censura aminoró su intrépida marcha y, dentro de todas las reformas, la más importante quizás fuera la emancipación de los siervos llevada a cabo en 1861. Todos estos cambios generaron una Rusia diferente, más vivible. No obstante, el país aún arrastraba grandes lastres: la actividad industrial perdió importancia, la climatología extrema y la falta de medios no dejaban que la agricultura levantara cabeza, y la economía seguía contando con un desarrollo precario (el pago en especie y el trueque eran más frecuentes que el dinero). Turguéniev emprende su regreso a Rusia a finales de 1850, pues su madre estaba gravemente enferma, pero ésta fallece antes de su llegada. Una vez hubo tomado posesión de la herencia, liberó a los siervos y mejoró la situación de los campesinos.

Dejando a un lado el ámbito académico e histórico, centrándonos en el terreno más íntimo, encontramos a un Turguéniev que mantuvo relaciones personales cuanto menos curiosas y quizás algo extrañas para su época: nunca contrajo matrimonio ni formó una familia, si bien tuvo un hijo con una de las siervas de su madre. A lo largo de su vida, las relaciones con los intelectuales de la época, rusos y extranjeros, fueron complejas y fluctuantes. La amistad entre Turguéniev y León Tolstói fue un ejemplo de ellas: alcanzaron tal grado de enemistad que Tolstói llegó a retarle a duelo y,aunque luego este último se disculpara, dejaron de hablarse durante diecisiete años. Algo similar le sucedió con Dostoievski, quien, por su parte, parodió a Turguéniev en la novela Los endemoniados (1872) a través del personaje del novelista Karamazinov, haciendo pública su reconciliación más tarde, en 1880, con su famoso discurso en la inauguración del monumento a Pushkin.

Durante sus últimos años de vida fijó su residencia en París, donde entró en contacto con otros escritores como George Sand, Gustave Flaubert, Émile Zola y Henry James. En ese periodo visitó Inglaterra e incluso llegó a recibir un título honorífico de la Universidad de Oxford. Entre su producción se cuentan numerosas obras de teatro, relatos, novelas y apuntes no narrativos. Publicó gran cantidad de poemas y apuntes en prosa anteriores a la aparición de su primer libro, Diario de un cazador (1852), una serie de relatos sobre la Rusia rural.

Turguéniev fallece en 1883 a la edad de sesenta y cinco años en Bougival, Francia. En su lecho de muerte, dicen que, refiriéndose a Tolstói, exclamó: «Amigo, vuelve a la literatura», y que posteriormente éste escribió La muerte de Iván Ilich tomando como inspiración aquellas palabras de Turguéniev. Desde París añoraba su tierra, la madre Rusia, pero no pudo reunir las fuerzas suficientes para trasladar su residencia nuevamente.

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Domingo, 9 de agosto de 2015

IVAN TURGUENIEV

IVÁN EL MODERNO

Por Salvador Biedma

Acaso el único modo de analizar, historizar o definir a un autor (lo mismo que a un movimiento o una época) sea simplificando sus complejidades. Eso resulta en verdad difícil con alguien como Iván Turguéniev. Sus propios contemporáneos debieron enfrentar el problema y, por ejemplo, no supieron bien de qué modo interpretar Padres e hijos.

Suele remarcarse que en esa novela aparece por primera vez el concepto de “nihilista”, en referencia a Bazárov, un joven que intenta no obedecer ningún precepto, salvo los de las ciencias empíricas, ni someterse a ninguna autoridad. Cuando el libro se publicó, en 1862, quienes podían sentirse ideológicamente cerca del personaje creyeron que el autor se burlaba de ellos y, a la vez, quienes se oponían a un ideario de ese tipo pensaron que Turguéniev estaba abrazándolo y difundiéndolo.

Con más distancia, Nabokov señaló al escritor como el primero que en Rusia supo observar desde la literatura “la combinación de sol y sombra sobre el aspecto de las personas”. En una época de grandes cambios, debates y censura, con un trabajo excepcional sobre la profundidad psicológica e ideológica, Turguéniev fue, en más de un sentido, un autor de transición.

Su obra hace un recorrido del romanticismo al realismo, expone la caída de muchos pequeños terratenientes y nobles, la situación de los siervos (desde chico vio los maltratos que sufrían en la hacienda familiar) y el principio de resquebrajamiento del zarismo. A su vez, tiende un puente entre Rusia y Europa. Tanto que se lo suele presentar como la entrada más accesible para cualquier lector de Occidente en el peculiar mundo ruso. De todos modos, en medio del fuerte debate de su época entre eslavófilos y occidentalistas, sería simplista ubicarlo sin más en el último bando.

Padres e hijos, ya desde el título, ayuda a comprender la importancia de la confrontación y el antagonismo en los textos de Turguéniev. Los viejos y los jóvenes, los siervos y los nobles, las grandes ciudades (Petersburgo, entonces capital del imperio, y Moscú) y el campo, las mujeres y los varones constantemente chocan en sus textos. Y el choque se da porque él hizo que compartieran escena personajes de diferentes orígenes y plasmó en sus textos las discusiones del momento, la tensión entre ideas y costumbres divergentes.

UN ALMA RUSA EN ARGENTINA

En Argentina viene revalorizándose la figura de Turguéniev con ediciones de sus obras menos conocidas, que se suman a las que se mantienen en circulación desde hace décadas (Padres e hijos, Primer amor, Humo o Nido de nobles). La Compañía publicó en 2009 la novela breve La desdichada, Adriana Hidalgo sacó en 2010 sus Relatos fantásticos y ahora Colihue reúne su Teatro completo, que nunca había aparecido en castellano en un solo volumen y traducido directamente del idioma original.

Las diez obras teatrales de Turguéniev, escritas entre 1843 y 1852 (casi todas anteriores a sus cuentos y novelas), muestran la evolución de su estética y, en los puntos más altos, no tienen nada que envidiarle a su narrativa. De hecho, sus innovaciones en este ámbito supusieron un paso imprescindible para llegar luego a la dramaturgia moderna de Chéjov. Turguéniev tomó en su teatro variadas influencias, de Rusia y del extranjero, pero, más que nada, siguió la línea de Gógol.

La primera pieza de la serie, Una imprudencia, muestra ya a un escritor maduro, si bien después llegaría muchísimo más lejos. Se notan enseguida las influencias de Shakespeare y del Siglo de Oro español; en un discurso muy citado, de 1860, el autor ruso dividió a los personajes de ficción según dos modelos: el de Hamlet, temeroso y dubitativo, y el de don Quijote, resuelto aunque avance en procura de un absurdo.

Una imprudencia sorprende por la mezcla de influencias y géneros, con toques grotescos y elementos de la tragedia neoclásica. La obra atraviesa diversos climas y lo central, que se repite en muchos textos del autor (en teatro y narrativa), consiste en mantener un drama pasional en primer plano mientras, por detrás, se deslizan otros planos con fuertes críticas políticas y disputas sociales. Todo esto en un lenguaje sencillo, equilibrado y amable.

Al inicio de la pieza, Doña Dolores, aburrida en el balcón de su casa, dice para sí que en la vida no le ha ocurrido nada extraordinario. Enumera defectos de su marido, imagina una infidelidad. En eso está cuando un hombre le habla en tono seductor desde la calle. Rápidamente la situación se vuelve más compleja: su esposo se entera de que alguien ronda a la mujer, pero es poco decidido y necesita recurrir a su amigo Pablo, que cela a Dolores más que él mismo. El argumento da luego un inteligente giro y la obra finaliza con un epílogo muy breve que burla a los funcionarios del Estado zarista.

La pieza que sigue, Sin dinero, escrita en 1845, les da una vuelta de tuerca a ciertos recursos teatrales y, más allá de sus toques grotescos, se adentra ya en el realismo. El protagonista es un joven noble venido a menos que intenta mantener su nivel de vida en Petersburgo, aunque no pueda sustentarlo. Su criado advierte con claridad la situación y le recomienda volver al campo, donde está su familia y donde todo resultaría más fácil.

El hilo se corta por lo más delgado, de 1848, vuelve sobre un tema pasional-matrimonial. La agudeza para mostrar la psicología de los personajes –en el coqueteo entre una mujer y los tres hombres que pretenden casarse con ella– dispara la obra mucho más allá del género que correspondería, el llamado “proverbio teatral”. Y ya las dos obras que siguen, El lameplatos, escrita también en 1848, y El solterón, de 1849, bastarían para que Turguéniev mereciese como dramaturgo un lugar de preeminencia.

En El lameplatos vuelve a ponerse en escena un noble venido a menos, que en este caso vive de favor en casa de un terrateniente. El señor que había decidido darle cobijo murió y su heredera vuelve a la propiedad, que había abandonado siendo una chica, ahora casada. Por temor a que no lo sigan manteniendo, Kúzovkin permite que el marido, el nuevo “dueño”, se ría de él y lo emborrache, pero la situación pasa el límite de su tolerancia. Entonces, cuenta un antiguo secreto que involucra a la familia. Había aceptado ser bufón del viejo terrateniente, pero no va a admitir ese papel ante el yerno, un funcionario de Petersburgo que desconoce las costumbres del campo. Sin embargo, la ruptura del equilibrio no llega: todos renuncian a la verdad en función de sus intereses y para mantener el orden en que están dadas las cosas.

El solterón transcurre en Petersburgo y tiene muchos puntos en común con El lameplatos. Masha es una huérfana que quedó al cuidado de un vecino, el modesto funcionario Moshkin (el solterón del título). El hombre tiene todo dispuesto para casar a la chica con otro huérfano, protegido suyo, un empleado público en ascenso. Las cosas marchan muy bien hasta que un amigo muy formal del novio observa el trato confianzudo que prodiga esta familia y reprueba la diferencia de estatus en el matrimonio. La mirada del amigo hace que el indeciso Vilitsky termine negándose a la boda. Y el padrastro de Masha, después de dejar de lado la ridícula posibilidad de batirse a duelo con el joven, piensa una salida sorprendente. La estructura en tres actos es sencilla y resulta perfecta.

Desayuno con el decano de la nobleza, escrita en 1849, es la pieza en la que Turguéniev lleva más lejos el grotesco, arma que utiliza para la crítica política y social. Sin un gran argumento, se burla de ideas y costumbres de terratenientes nobles que, por distintos motivos, confrontan.

EL CAMPO Y SU SEMILLA

Sigue el punto cumbre de la dramaturgia de Turguéniev. Un mes en el campo, que contó con tres versiones entre 1850 y 1854. La pieza fue censurada y luego de varios cambios se permitió su publicación, pero la puesta en escena siguió prohibida hasta 1872. No por razones estrictamente políticas, sino por el hecho de que una mujer casada mantuviera un juego erótico con un amigo de la casa y, a la vez, se enamorase de un joven maestro que también había despertado la pasión de su protegida, que a partir de esto se planta como “su rival”.

Debido a la extensión –se trata de la más larga de las obras–, en la continuidad de la lectura puede chocar al principio porque uno viene disfrutando de acciones y escenas más concentradas. Al avanzar, sin embargo, se hace evidente que uno está ante una joya. Se menciona al pasar a Otelo y en un momento la protagonista, Natalia, hace una referencia a Edipo bastante explícita: “Yo fui una hija fiel hasta la misma muerte de mi padre… él me llamaba su consuelo, su Antígona (había quedado ciego los últimos años de su vida)”. El horror de esta mujer frente a sí misma, frente a su deseo, frente a los celos por su joven protegida, tienta a proponer la obra como un punto intermedio entre el teatro shakespeareano y la teoría psicoanalítica.

Se hace difícil meterse en el argumento de Un mes en el campo sin tomar en cuenta algunos aspectos biográficos del autor. En su adolescencia, se había enamorado de la hija de un príncipe, pero descubrió que su padre tenía un romance con la chica. El episodio quedó plasmado en la novela breve Primer amor, de 1860, pero sin duda también influyó en el argumento de esta obra teatral. Por otro lado, en 1847 Turguéniev empezó a residir durante largos períodos en Alemania y Francia. El principal motivo: la cantante Pauline Viardot-García. El ruso se enamoró de ella, que estaba casada. Se hizo amigo de Pauline y del marido, Louis Viardot, y vivió en casa de ellos larguísimas temporadas. No se sabe si con la mujer hubo algún trato más allá de la amistad.

También hay que tomar en cuenta que en 1852 el escritor hizo público un texto por la muerte de Gógol a raíz del cual lo tuvieron confinado en su hacienda rusa. Ya para esta época, Turguéniev se codeaba con los principales nombres del ambiente cultural y político, dentro y fuera de su país. A lo largo de su vida, fue amigo de Flaubert y Maupassant, de Belinski –crítico fundamental para la modernización del teatro ruso– y del anarquista Bakunin, conoció a Chopin y a George Sand, fue admirado por Henry James.

Los planos que se ponen de relieve en paralelo con el drama pasional de Un mes en el campo, la sutileza escondida en un título que parece sencillo, como marca el muy buen traductor de este volumen Alejandro González (ganó el Premio Lee Rusia 2014 por su versión de El doble, de Dostoievski), son apenas dos de los muchos puntos que impresionan de esta pieza y que opacan un poco, al continuar la lectura, la intensidad de las últimas tres obras, escritas entre 1851 y 1852.

La provinciana muestra a una mujer que ha sido protegida en una casa de nobles. Casada ahora con un funcionario modesto, se reencuentra por casualidad con un conde con el que, en su juventud, había tenido un amorío. De manera astuta, la mujer se aprovecha de él, consigue que le dé al marido un puesto en Petersburgo y lo humilla. Conversación en el camino real pone en escena, con gracia, la charla entre un señor que está por perder su hacienda, el criado y el cochero. Una noche en Sorrento vuelve a plantear el enfrentamiento entre dos mujeres de generaciones distintas: una viuda de treinta años que goza seduciendo a hombres y su sobrina, de dieciocho; en este caso, hay un “final feliz”, con el anuncio de dos casamientos y el regreso a Rusia.

El teatro de Turguéniev sólo ganó éxito con el correr de los años. Varias de sus obras tardaron más de una década en estrenarse (el caso más extremo es el de Una imprudencia, que recién llegó a escena en 1884, cuatro décadas después de escrita, un año después de la muerte del autor). Aunque Un mes en el campo tuvo gran repercusión cuando se llevó a escena por primera vez, en 1872, el verdadero reconocimiento a su dramaturgia no llegaría hasta principios del siglo XX, gracias a dos destacadísimas figuras del teatro ruso moderno, Konstantín Stanislavski y Olga Knipper (viuda de Chéjov), quienes le pusieron el cuerpo a piezas del autor en el Teatro del Arte de Moscú.

Teatro completo. Iván Turguéniev Traducción y notas de Alejandro González Colihue 548 páginas

Nueve años u once –si contamos que la última versión de Un mes en el campo es de 1854– bastaron para lograr una obra sólida, renovadora, en la que el autor evitó imágenes planas de los personajes, intervino en debates interesantísimos, cuestionó el lugar atribuido a la mujer en la sociedad (en textos suyos hasta se discute la violencia de los varones dentro del matrimonio). Sin monumentos como Los hermanos Karamazov o Guerra y paz, con un tono que seguramente nos suena más cercano, Turguéniev sigue brillando entre los clásicos de la literatura rusa.

 

 

 

 

 

 

Los rusos y el Quijote:
Turgueniev

José Antonio López Calle

Las interpretaciones filosóficas del Quijote (4)

Ivan Turgueniev 1818-1883

De Alemania saltamos a Rusia, donde en la segunda mitad del siglo XIX surgieron interpretaciones filosóficas del Quijote, sin duda importantes e influyentes, tales como las propuestas por Turgueniev y Dostoyevski, muy dependientes de la hermenéutica esbozada y desarrollada por los románticos y idealistas alemanes, lo cual no ese nada llamativo, si se tiene en cuenta la estrecha vinculación cultural de la Rusia decimonónica con la Alemania de entonces. Clarifiquemos esto último con unas pinceladas, pues es crucial para entender la fuerte conexión de la hermenéutica de los rusos con la creada y desenvuelta por los alemanes; en esto, como en tantas otras cosas, Rusia fue una provincia de Alemania. También hubo mucha influencia francesa, pero, en relación con el asunto que nos concierne, ésta es irrelevante, pues la penetración cultural francesa tuvo lugar más bien en el terreno de la literatura, de un lado, y, de otro, en el del pensamiento político y social.

De un lado, los rusos se desplazaban a Alemania para formarse. En efecto, los escritores, pensadores y críticos rusos debían mucho a los alemanes, porque, ya desde el siglo XVIII, muchos de ellos se habían formado en Universidades alemanas, sobre todo en Gotinga. Y siguieron haciéndolo en el siglo XIX, en que los rusos se dirigen especialmente a la Universidad de Berlín, sin excluir otras universidades. Tal es el caso de Turgueniev, el introductor en Rusia de la aproximación filosófica al Quijote según los cánones hermenéuticos de los románticos e idealistas alemanes, quien precisamente, como otros rusos, estudió en la Universidad de Berlín, precisamente en el momento en que ésta estaba dominada por la filosofía hegeliana y las controversias entre la «derecha» y la «izquierda» hegelianas, lo que le permitió obtener un excelente conocimiento del idealismo postkantiano y especialmente de la filosofía hegeliana y de la de sus sucesores; se manejaba perfectamente en alemán, además solía ir a conferencias de estudiosos y pensadores alemanes y mantuvo a lo largo de toda su vida una estrecha vinculación con Alemania, donde residió frecuentemente. Por otro lado, hubo alemanes enseñando en universidades rusas, con lo que hubo dos frentes de penetración de la cultura superior alemana en Rusia.

Por lo que respecta a nuestro asunto, lo más reseñable es que, desde muy temprano, la filosofía y con ella las doctrinas estéticas alemanas empezaron a ejercer una gran influencia entre los rusos y dejaron sin duda una huella profunda en la vida académica e intelectual rusa, de lo que es una muestra el amplio conocimiento que se tenía en las universidades rusas, particularmente en las de San Petersburgo y Moscú, de la filosofía de Kant, de las grandes figuras del idealismo postkantiano y del movimiento romántico. Ya en fecha tan temprana como la década de 1820 en las universidades rusas se enseñaba la filosofía idealista alemana clásica. Hubo algún que otro ruso que se carteó con Schelling, pero lo decisivo fue que el hegelismo (que es como se debe decir en español en vez de «hegelianismo», como suele decirse, que es un anglicismo) llegó a ser el pensamiento dominante entre los jóvenes rusos, quizás por ser entonces también en Alemania el sistema de filosofía prevaleciente. Así que tanto en la Universidad de Moscú como en la de San Petersburgo casi todo el mundo que aspiraba a contar algo en la vida académica e intelectual rusa estaba influido por Hegel, aunque también halló a algún opositor de relieve, como el gran crítico literario Belinski, muy influyente en Turgueniev y Dostoievski, aunque había empezado siendo un seguidor de Hegel, con cuya filosofía se había familiarizado gracias a las explicaciones de Bakunin. (Para más detalles sobre la influencia alemana en la vida intelectual y académica de la Rusia decimonónica, cf. véanse los magníficos escritos de Isaiah Berlin, «El romanticismo alemán en San Petersburgo y en Moscú», en Pensadores rusos, FCE, 1979, págs. 266-289; y «Pensadores rusos del siglo XIX» y « Herzen», en Isaiah Berlin en conversación con Ramón Jahanbegloo, Anaya y Mario Muchnik, 1993, págs. 213-216 y 229-238, que nos han servido de base para esta introducción).

De los autores románticos, fue quizás Heine el que más influyó en la recepción de la aproximación romántica e idealista del Quijote en Rusia, sin perjuicio de la influencia de Schelling y de Hegel. El influjo de Heine, cuya obra alcanzó una gran difusión en Rusia, en los comentarios del Quijote de Turgueniev y de Dostoievski es harto ostensible. Las ideas y hasta el lenguaje de Turgueniev en su ensayo sobre don Quijote delatan el impacto que sobre él ejerció la lectura de los textos del poeta y ensayista alemán sobre la gran novela de Cervantes; la veneración de Heine por Turgueniev se advierte hasta en sus novelas, como, por ejemplo, en Padres e hijos, donde hacia el final de la misma hallamos a dos personajes que conversan brevemente sobre la obra de Heine. En cuanto a Dostoievski, él mismo, como veremos, se encarga de informarnos sobre su familiarización con los escritos de Heine sobre el Quijote.

Turgueniev

En el caso de Turgueniev, aparte de la influencia filosófica y estética de procedencia germánica, hay que tener en cuenta la influencia francesa, pues no hay que olvidar que el escritor ruso pasó gran parte de su vida en Francia, donde desde mucho antes de su llegada a París, ya había penetrado la concepción filosófica del Quijote puesta en marcha por los románticos e idealistas alemanes, a través por ejemplo de los mismísimos Schlegel, que no se olvide vivieron durante años en París a comienzos del siglo XIX, aunque en años diferentes –el menor de ellos, Friedrich, se instaló allí durante unos años, después de abandonar la Universidad de Jena en 1801, y el mayor, Wilhelm, después de 1813, siendo miembro habitual del salón de Madame de St�el hasta la muerte de ésta en 1817, preceptor de sus hijos y sobre todo inspirador, incluso coautor llegan a decir algunos críticos, del célebre libro De Alemania (1810), mediante el que su autora dio a conocer en Francia el idealismo y el romanticismo alemanes–; y luego, como ya dijimos más atrás, a través de Bouterwek y Sismondi, cuyas ideas sobre el Quijote, como las de los Schlegel, se airearon incluso en las conversaciones de salón.

Los grandes críticos y escritores franceses de la época, con muchos de los cuales Turgueniev tuvo trato personal, se habían adherido a esa visión de la obra maestra de Cervantes. Tal es el caso entre los escritores poetas y/o novelistas de Chateaubriand, de Alfred de Vigny, a quien ya citamos en el estudio de las interpretaciones autobiográficas del Quijote, Balzac, Stendhal, Víctor Hugo, Théophile Gautier y, entre los críticos, del gran maestro de la crítica francesa de la época, Sainte-Beuve, quien abrazó una versión moderada de la hermenéutica romántica, exenta de los excesos de las lecturas simbólicas del Quijote, rayanas en el esoterismo (cf. para más detalles J. J. Bertrand, «La génesis de la concepción romántica de don Quijote en Francia», Anales Cervantinos, III, 1953, págs. 22-26: y Anthony Close, La concepción romántica del Quijote, Crítica, 2005, págs. 74-77).

Pues bien, en este marco hay que situar la contribución de Iván Turgueniev, que sin duda marcó un hito en el comentario filosófico del Quijote desde una perspectiva romántica e idealista. Lo expuso en una conferencia impartida en San Petersburgo con el título de «Hamlet y don Quijote» el 10 de Enero de 1860, conferencia, que repetiría en este mismo año en París, con lo que su influjo se dejó sentir a la vez en Francia y en su patria natal. Sin embargo, el autor introdujo en el texto ruso ampliaciones y mejoras de las que carece el texto de la conferencia parisina, por lo que, en este estudio de la contribución de Turgueniev, nos atendremos a la versión ampliada y mejorada de San Petersburgo. Se trata, sin duda, de un texto elaborado, bien trabado y, como no podría ser menos tratándose de un escritor de gran talento, bellamente escrito.

Como indica el título del escrito, se trata de un estudio comparativo de ambos personajes como portadores de un valor simbólico opuesto, pero no indica un orden de prelación por parte del autor. De hecho, comienza su estudio, tras una serie de consideraciones introductorias, con la exposición, invirtiendo el orden del título, del simbolismo de don Quijote y luego el de Hamlet y lo cierra con la muerte de don Quijote. Y en la exposición de los temas intermedios alterna el tratamiento de ambas figuras literarias.

Turgueniev parte de que las grandes obras literarias son susceptibles de una infinidad de puntos de vista distintos, incluso opuestos y, haciendo gala de una suerte de relativismo hermenéutico, señala que todos son igualmente legítimos, una afirmación sorprendente en alguien que pone una enorme empeño en convencernos de lo certero de sus propios puntos de vista. Se atreve a declarar que Hamlet da juego a más interpretaciones que el Quijote, una aserción que es históricamente falsa. Entre las obras literarias profanas ninguna gana al Quijote en diversidad de interpretaciones. Puede ser que Hamlet haya sido objeto de más comentarios hasta su época, como el autor ruso sugiere, pero una cosa es comentarios y otra diversidad de interpretaciones en cuanto a su género, como hemos visto que sucede con el Quijote, y no sucede, al menos que sepamos, con la obra maestra de Shakespeare. En cualquier caso, el escritor ruso ofrece su interpretación como una más, pero que sumada a las ya existentes contribuye a ensalzar la gloria de ambas obras maestras, que son objeto de estudio desde la perspectiva restringida de sus personajes principales, bies es cierto que el tratamiento de éstos le lleva a estudiar otros aspectos de ambas obras, con lo que se llega a dar al final una visión más global de las mismas.

La tesis central hermenéutica de Turgueniev es que Hamlet y don Quijote son personajes-tipo que encarnan sendas características fundamentales y opuestas de la naturaleza humana y, por tanto, ideales polares sobre los que gira la vida del hombre. Para definir estos ideales polares, el autor nos remite a una consideración filosófica sobre la naturaleza del ideal y la relación del hombre con éste, la cual se puede resumir en tres puntos capitales:

1º. La vida de todo hombre se basa en un ideal que contiene lo que aquél considera verdadero, bueno y bello, y que funciona como un principio rector.

2º. Hay dos actitudes por parte del hombre con respecto a al ideal, la de los que lo siguen sin analizarlo o ponerlo en duda y la de los que lo analizan y lo ponen en duda.

3º. El ideal, en cuanto base y meta de la vida, difiere según se sitúe bien en el propio hombre, o bien fuera de él; en el primer caso es el yo el que impera; en el segundo caso, un principio externo tenido por supremo y que impera sobre él. Los que hacen lo primero tienden al egocentrismo; los que lo sitúan fuera de sí, hacia el altruismo o un idealismo desinteresado.

Con respecto al primer y último punto, debe hacerse notar que cuando Turgueniev habla de ideales incluye tanto los de valor positivo como los negativos, contra lo que suele hacerse en la vida ordinaria, en la que suele decirse que el que tiene un ideal negativo o de bajo valor carece de ideal, término que se reserva para los que tienen ideales más o menos elevados. Pero en la terminología de Turgueniev, el egocéntrico o el egoísta o materialista pedestre no tiene menos ideal que el altruista o generoso o idealista sublime. Por tanto, en el sentido esclarecido tan idealista es el egoísta como el altruista o generoso, pero se diferencian en que el primero pertenece a un género de idealismo ético o moral negativo, lo que en la vida corriente, con poca propiedad, se llama materialismo, y el segundo, a un género de idealismo positivo, que es lo que propiamente se llama idealismo en sentido ético o moral en la vida corriente. Así, por ejemplo, en relación con los dos personajes objeto de consideración, el novelista ruso no tendrá dificultad en hablar del egoísmo como el ideal de Hamlet, en vez de negar que carezca de ideal, aunque también lo describe como escéptico e incrédulo, por lo que sin duda debe entenderse un escepticismo o incredulidad con respecto a los altos ideales, como los que mueven a don Quijote.

Ahora bien es dudoso que Hamlet sea el escéptico que nos pinta Turgueniev en lo que no hace sino seguir el estereotipo consagrado sobre el personaje que lo considera como un símbolo de la duda, lo que resulta vago si no se especifica el objeto de la duda. Si esta duda se refiere a los grandes ideales, no se puede decir que sea un escéptico, pues Hamlet cree en la justicia y en que la injusticia debe combatirse: «¿Qué es más noble del alma: sufrir las flechas de la fortuna adversa o alzar los brazos contra las calamidades y destruirlas combatiéndolas?», y que él mismo está llamado a esa tarea indeclinable: «El mundo está desequilibrado ¡Maldición! ¡Y yo he nacido para ponerlo en orden!»; en el caso que más le concierne, el asesinato de su padre, rey de Dinamarca, por Claudio, el nuevo rey usurpador y tío de Hamlet, él no duda de que hay que hacer justicia y que a él le corresponde ponerla en ejecución; su duda no recae, pues, sobre el ideal como fin o meta de su acción, sino sobre los medios para alcanzarlo, pues, como reconoce Turgueniev, no cree en sí mismo, en sus propias fuerzas y se complace en someterse a la flagelación del autonanálisis y en exagerar sus faltas y debilidades: «¿Seré yo un cobarde? ¿Es generoso que yo, el hijo de mi querido padre asesinado, a cuya venganza me empujan el cielo y el infierno, desahogue el pecho afeminado en palabras o en vanas maldiciones, como una meretriz o un pillo de cocina?».

En cuanto al segundo y el tercer punto, el novelista ruso es consciente de que las dos formas de relacionarse con el ideal ahí señaladas pueden alternarse o darse sucesivamente en un mismo ser humano, pero él sólo pretende apuntar dos modos distintos de relacionarse el hombre con el ideal, que encarnan precisamente don Quijote y Hamlet como personajes-tipo. Dejando aparte a Hamlet, del que ya hemos dicho que es, según el crítico ruso, la encarnación del egocentrismo o del egoísmo escéptico del gran ideal, muy contrariamente don Quijote personifica el polo opuesto de Hamlet, el idealismo sublime, asumido sin resquicio alguno de duda, incluso con entusiasmo o fe ciega, trascendente, que pone al hombre al servicio de los demás, contra los opresores y en defensa de los débiles. En palabras de Turgueniev:

«Don Quijote es, sobre todo, el emblema de la fe, de la fe en algo eterno, inmutable, de la fe en la verdad, en una verdad superior, situada fuera del individuo, una verdad accesible pero que exige trabajos y sacrificios, y alcanzable si el trabajo y el sacrificio son constantes. Don Quijote es, todo él, entrega a un ideal, a un ideal por el que está dispuesto a soportar todas las privaciones imaginables, a sacrificar su vida; una vida que sólo tiene valor en la medida en que sirve para realizar el ideal, para instaurar la verdad y la justicia en la tierra». Hamlet y don Quijote, Ediciones sequitur, 2008, págs.16-7.

La concepción de don Quiote como símbolo de la fe en ideales trascendentes al individuo, eternos e inmutables, y de la entrega ferviente o entusiasta a ellos, parece chocar con el hecho de que el sedicente caballero manchego lo que realmente abraza es el ideal caballeresco desenvuelto en el ámbito fantástico de los libros de caballerías. Turgueniev es consciente del problema y pretende solventarlo simplemente alegando que, aun así, se trata de un ideal que se mantiene íntegro en su pureza original, como si por el hecho de mantenerlo íntegro en su pureza original se pudiese evitar que el ideal caballeresco iba unido a rasgos contradictorios con el idealismo sublime del que pretende hacer símbolo a don Quijote, como la búsqueda de la fama y la aspiración a recibir como recompensa a sus servicios, no tan desinteresados, pues, un reino o imperio para gobernar como rey o emperador, lo que revela que el ideal caballeresco ya en sí mismo contiene elementos impuros en relación con el idealismo sublime y que, por tanto, la preservación del mismo en su integridad y pureza original lo que hace es preservar esos elementos que desdicen su condición de idealismo sublime.

Pero Turgueniev, como tantos otros intérpretes, pasa por alto tales problemas y se dispone a exaltar el idealismo quijotesco en el plano práctico. Pues don Quijote no es sólo idealista porque tenga fe en el idealismo más sublimemente desinteresado, sino porque además en él no hay egoísmo alguno, sino que encarna la pura generosidad, manifiesta en que vive fuera de sí y para los demás, entregado a una lucha constante contra el mal, dispuesto siempre al combate con las fuerzas enemigas del hombre, en definitiva contra los opresores de los débiles; y además porque es todo abnegación, lo que le incita a llevar una vida casi de asceta, en el sentido de que se conforma con comer poco y hasta mal y, dato que omite Turgueniev, con dormir en los descampados, a despreciar el miedo y a realizar cualquier empresa sin que le importe el esfuerzo que requiera. En suma, en el caballero manchego alienta «un alma grande y heroica».

En su afán de exaltar la grandeza de la figura de don Quijote como encarnación de una vida heroica al servicio del más alto ideal, incurre en falsedades: «Don Quijote pobre, casi indigente, sin recursos, sin lazos sociales, viejo, solo, se encamina a enderezar los entuertos y defender los oprimidos del universo mundo, a los que nada le unen» (op. cit., pág. 22). Como ya hemos establecimos en otros lugares, don Quijote no padecía una pobreza cercana a la indigencia, como aquí se apunta; disponía de una hacienda que le permitía vivir ocioso; era pobre en comparación con los caballeros, pero no era pobre en comparación con el común de los españoles de la época. Tampoco está solo y sin lazos sociales. Tiene familia, aunque escasa, y buenas amistades, que no dudan en salir en su ayuda cuando cae en la locura caballeresca.

También yerra cuando le atribuye un saber limitado, aunque esto no merma, a su juicio, la grandeza heroica del personaje y la de su adhesión al ideal. En realidad, don Quijote, argumenta, no necesita saber más, pues sabe cuál es su cometido, su razón de vivir y todo lo que necesita para ponerlo en práctica. No necesita saber más. Puede que sea así, pero aunque fuera así, el hecho es que en la novela se retrata al hidalgo manchego como un hombre de talento y, como se decía en la época, muy letrado. Es llamativo que Turgueniev no haya reparado en que un rasgo fundamental de la personalidad de don Quijote es el ingenio y que a lo largo de la novela nos da muchas pruebas del mismo; en que atesora conocimientos de materias diversas y un buen conocimiento de los clásicos antiguos. Ya veremos cómo Merejkowski en este punto contradice con razón a Turgueniev

Asimismo se equivoca cuando, por contraposición con Hamlet, le niega a don Quijote la facultad de análisis y reflexión: «Hamlet… tiene el don de expresarse con originalidad y energía, facultad propia de cuantos meditan y analizan, facultad que le falta a don Quijote» (op. cit., pág. 36). Pero esto significa ignorar las numerosas muestras de meditación y análisis que encontramos en los discursos, disertaciones y reflexiones de don Quijote diseminados por toda la novela sobre muy diversos asuntos. ¿No medita y analiza don Quijote, por poner unos ejemplos, en su discurso sobre las armas y las letras, cuando diserta sobre la afrenta y la ofensa (II, 32, 795-6) o cuando reflexiona sobre la diferencia entre el conocimiento divino y el del diablo (II, 25, 748)? Don Quijote no sólo razona, analiza, discute y diserta en sus fases de lucidez o de cordura, sino también en los periodos de más arrebatada demencia. Recuérdense su largo debate con el canónigo o con otros personajes sobre la realidad histórica de los libros de caballerías o el no menos extenso que mantiene con Sancho, a lo largo de varios capítulos del final de la primera parte y alguno de la segunda parte, como en la aventura de la cueva de Montesinos, sobre los criterios de realidad de los demonios o encantadores y sobre los criterios empíricos para distinguir una persona encantada, tal como él cree que lo está en la jaula, de la que no lo está, un memorable y cómico debate, al que se le ha prestado poca atención hasta ahora y que analizaremos detenidamente en una futura entrega al ocuparnos del Quijote y el criterio de verdad. No es fácil entender cómo el escritor ruso pudo pasar todo esto por alto.

No es menos incompresible que, comparándolo de nuevo con Hamlet, sume aún más atropellos: «Hamlet tiene un gusto casi irreprochable. Y es un crítico excelente: sus consejos a los cómicos son notables por su precisión y por la viveza de ingenio que revelan… Don Quijote se limita a leer» (op. cit., pág.37). En el tránsito de la versión rusa a la francesa Turgueniev empeoró esta referencia a don Quijote como lector, pues aquí su desatino fue mayor al presentar al hidalgo como casi analfabeto, al escribir que «don Quijote apenas sabe leer» («Hamlet y Don Quijote», en El Quijote desde Rusia, Visor Libros, 2005, pág.47.

De don Quijote no se puede decir que tenga un gusto casi irreprochable, por culpa de su desmedida afición a la lectura de los libros de caballerías, aunque uno de ellos, Tirante el Blanco, es una auténtica obra maestra. Pero en otras materias literarias, sí tiene buen gusto y sus atinadas opiniones le acreditan también como un crítico tan excelente como pueda ser Hamlet. De hecho, sobre las opiniones y gustos literarios de don Quijote sabemos más que sobre los de Hamlet, pues de éste sólo se mencionan sus consejos a los cómicos y sus ideas sobre el teatro. Pero don Quijote también habla del teatro, al que desde muy joven, según nos confiesa, se aficionó. Y por cierto, su visión literaria del teatro es exactamente idéntica a la de Hamlet: así como éste declara, en presencia de una compañía de cómicos, que la comedia, siguiendo una tradición clásica que se remonta a los antiguos, es una imitación de la vida, igualmente, y en un escenario similar, tras el encuentro con la compañía de comediantes de Angulo el Malo, don Quijote no desaprovecha la ocasión para exponer su concepción de la comedia como un espejo donde a cada paso delante se ven al vivo las acciones de la vida humana y que nada la iguala en su capacidad de representar especularmente lo que somos y lo que habemos de ser (II, 12, 631), de modo que si Hamlet es un crítico excelente y revela viveza de ingenio meramente por sus ideas sobre el teatro, hay que reconocerle a don Quijote esas mismas prendas, puesto que reflexiona de modo similar sobre el teatro, siendo ambos igualmente tributarios de la misma tradición clásica de pensamiento sobre la esencia del teatro como arte. Don Quijote incluso, siguiendo también una tradición clásica, va más lejos en este terreno que Hamlet, pues no se limita sólo a hablar de la comedia como espejo o imitación de la vida, sino que, a renglón seguido, le da la vuelta a este pensamiento y pasa a hablar inversamente de la vida como imitación de la comedia o del teatro, esto es, del carácter teatral de la vida.

Pero además don Quijote hace certeras reflexiones sobre la literatura en lengua romance, sobre la poesía y la literatura satírica en su conversación con el Caballero del Verde Gabán. Y decir que don Quijote se limita a simplemente a leer, dando a entender la irrelevancia de sus lecturas, significa ignorar que don Quijote a lo largo de la novela se nos revela, como señalamos más atrás, como un buen conocedor de los clásicos antiguos, griegos y romanos, e incluso de autores modernos, como Ariosto o Garcilaso.

Como tantos otros autores situados en la tradición romántica, así lo hemos visto en W. Schlegel, Schelling y Mann, también Turgueniev se plantea el tema de los innumerables estacazos y humillaciones padecidos por el caballero manchego. La respuesta del escritor ruso es muy parecida. Las humillaciones y las grotescas situaciones en que constantemente se ve envuelto, lejos de empequeñecer su figura, la engrandecen tanto por la firmeza de su moral, que confiere fuerza y grandeza a su presencia, a sus pensamientos y palabras, como por ser un carácter entusiasta que abraza fervientemente ser servidor de una idea –una concepción en la que se manifiesta la influencia de Heine– y aunque ante el calor de su entusiasmo, propio de un loco rematado, la realidad más palpable se derrite y desvanece transfigurándose en su magín (los rebaños de carneros se son para él ejércitos de caballeros armados, etc.), ese mismo entusiasmo puesto en el ideal a la vez lo depura y lo envuelve en la aureola de éste. Además, los resultados no importan, alega Turgueniev; lo importante, a su entender, en perfecta sintonía con el pensamiento romántico, es la sinceridad y la fuerza de convicción con que se abraza el ideal; los resultados quedan en manos del destino y si el destino, como a don Quijote, le depara desventuras, humillaciones, golpes, caídas y situaciones ridículas, no es cosa nuestra ni de don Quijote, quien ya ha puesto la parte que le compete en su relación con el mundo, que es la sinceridad y convicción de su entusiasmo por el ideal y el lanzarse armado a la lucha. Lo demás no es cosa suya y por tanto no puede mermar la grandeza heroica de su alma.

La muerte de don Quijote, una muerte patética y que el escritor ruso considera muy conmovedora, remata la talla del personaje. En ese instante supremo se revela a los ojos de todos toda la grandeza y toda la significación del personaje, cuya clave encuentra en estas palabras de don Quijote moribundo a Sancho, quien intenta inútilmente consolar a su amo animándole a salir pronto en busca de nuevas aventuras: «Ya en los nidos de antaño no hay pájaros hogaño; yo fui loco y ya soy cuerdo. Ya no soy don Quijote, sino Alonso Quijano, a quien mis costumbres me dieron renombre de �Bueno�».

Pues justo en este renombre de Bueno, mencionado por primera y última vez, reside la clave de la grandeza y del sentido profundo de don Quijote y en realidad de toda vida y de ahí que ese nombre nos conmueva, pues nos vemos interpelados al darnos cuenta de que lo que esa palabra expresa o su mensaje es lo único que conserva todo su valor en presencia de la muerte: que las buenas obras es lo único que prevalece y todo lo demás pasa y desaparece en polvo.

Hasta aquí nos hemos ocupado del análisis que hace Turgueniev del simbolismo que encarna don Quijote centrándonos en él y haciendo abstracción de su relación con los demás personajes. Ahora vamos a considerar brevemente a don Quijote en función de sus relaciones con el pueblo y con la mujer.

Para Turgueniev, considerar las relaciones de don Quijote con el pueblo o del vulgo equivale a considerar sus relaciones con un hombre del pueblo, Sancho, que adquiere así un significado simbólico como encarnación de éste. Y contra lo que cabría esperar de él, en función de su adopción de la hermenéutica romántica, no nos presenta a Sancho como la personificación del hombre guiado por el propio interés o por su provecho, en suma del materialismo más pedestre, sino como símbolo del hombre guiado por la fidelidad a alguien que, como don Quijote, representa un ideal elevado y sólo un móvil así es el que mueve a Sancho a dejar por tres veces aldea, mujer e hijos para seguir al loco y aguantar por él toda clase de vejaciones:

«Hasta la muerte será Sancho fiel a su amo; cree en él, está orgulloso de él, y solloza arrodillado a los pies del lecho cuando el hidalgo expira. La causa de esta fidelidad no está en el interés, en el afán de lucro. Sancho Panza tiene demasiado sentido común para no comprender que el escudero de un caballero andante sólo puede esperar estacazos por toda recompensa. Sancho obedece a un móvil más elevado; su fidelidad arraiga… en una de las cualidades propias de la mas, quizá en su mejor cualidad: la de abrazar ciegamente una causa honrada y buena». Op. cit., págs. 25-6

Tenemos así la imagen de un Sancho contagiado del idealismo de su amo en vez de la tópica imagen del mismo como encarnación de un materialismo grosero. Pero Sancho no es tan idealista como lo pinta Turgueniev. Es innegable que es fiel a su amo hasta la muerte de su amo, pero también es cierto que sigue al final su interés; no hay ninguna contradicción en ello: se puede a la vez ser fiel a alguien y seguir el propio interés. Tampoco el hecho de que Sancho esté dispuesto a arrostrar penalidades por seguir a su amo quiere decir que se reniegue del propio provecho; también por éste la gente es capaz de hacer sacrificios. Por otro lado, el interés de alguien no tiene por qué ser algo espurio o puramente egoísta. El interés de Sancho reside en preservar su sustento y mantener a su familia. Por tanto, es natural que espere de don Quijote una recompensa por sus servicios, pues, si no ¿cómo va a mantener a su familia? Sancho tiene, pues, intereses legítimos que defender; pero dicho esto, otra cosa es que en ocasiones vaya más allá de esto y alimente sueños que van mucho más allá de la defensa de su sustento y el de su familia y esto es lo que ignora Turgueniev en su análisis. Tal sucede, por ejemplo, cuando Sancho pretende hacer una negocio para enriquecerse fácilmente con la venta del bálsamo de Fierabrás, o cuando se queda con los dineros de la maleta de Cardenio en Sierra Morena, o cuando, como recompensa a los servicios prestados por su amo a la princesa Micomicona, sueña con convertirse en un negrero y hacerse tan inmensamente rico que pueda vivir como un rentista, o cuando en la carta a su mujer Teresa Panza él mismo confiesa que en breve parte al gobierno de la ínsula «con grandísimo deseo de hacer dinero», o finalmente con su ambición permanente por llegar a ser gobernador y, cuando fracasa como tal, con ser conde, aunque todo ello lo hace pensando naturalmente en su familia, pero eso no lo excusa, pues no vale todo por la familia. Ya Platón analizó cómo la familia podía ser un foco de interese egoístas.

Por último, abordamos el análisis de Turgueniev de las relaciones de don Quijote con la mujer, las cuales no se refieren a las relaciones con la mujer en general, sino con Dulcinea. Su análisis le lleva a destacar tres notas especialmente significativas. La primera es que ama a una criatura imaginaria, por la que está dispuesto a morir, extremo este último que se confirma cuando en su derrota en el duelo con el Caballero de la Blanca Luna en Barcelona, donde al caer derrotado le pide al vencedor, luego de declarar que Dulcinea es la más hermosa mujer del mundo, que le quite la vida, pues ha perdido la honra con su derrota como paladín de su amada Dulcinea. La segunda es que ese amor a una criatura imaginaria es de carácter puro e ideal, hasta el punto de que nunca sospecha que el objeto de su pasión no existe. Y la tercera es que en don Quijote no hay ni sombra de sensualismo y sus sueños son siempre puros y castos.

Ya hemos visto cómo Turgueniev falseaba las figuras de don Quijote y Sancho. Pues bien, tampoco la descripción de la relación del caballero con su dama imaginaria escapa a la deformación. Dos apuntes sobre este asunto. En primer lugar, no es verdad que don Quijote nunca sospeche que el objeto de su pasión no exista, como ya probamos en nuestro estudio sobre la construcción de Dulcinea como personaje (véase «La estructura narrativa del Quijote y la construcción de los personajes principales», El Catoblepas, Enero de 2008), por lo que aquí nos remitimos a recordar condensadamente lo esencial. Y lo esencial es que don Quijote en dos ocasiones al menos se da cuenta de que Dulcinea es una criatura de su imaginación. La primera vez confiesa a Sancho, en un intervalo de lucidez de su intermitente locura, que Dulcinea, de quien secretamente está platónicamente enamorado, es en realidad una moza analfabeta («Dulcinea no sabe escribir ni leer»), hija de unos labradores del Toboso, Lorenzo Corchuelo y Aldonza Nogales, y a la que Sancho conoce y describe, contando con el asentimiento de don Quijote, como una labradora robusta, laboriosa y acostumbrada a las faenas agrícolas, todo lo cual es una forma de reconocer por parte de don Quijote que Dulcinea, prototipo de belleza y virtud, es una invención de su imaginación (I, 25, 242-3). La segunda vez no sólo manifiesta que es una creación de su fantasía, sino que además nos revela que es consciente del proceso mediante el cual la ha creado, un proceso que él mismo describe como un proceso de idealización transfiguradota operado por su imaginación, exactamente idéntico a la manera como los poetas inventan según el caprichoso dictado de su imaginación las Amarilis, Dianas, Galateas, etc. Vale la pena citar un pasaje ilustrativo que entonces traíamos a colación:

«Y así, bástame a mí pensar y creer que la buena de Aldonza Lorenzo es hermosa y honesta, y en lo del linaje, importa poco…, y yo me hago cuenta que es la más alta princesa del mundo… Y para concluir con todo, yo imagino que todo lo que digo es así, sin que sobre ni falte nada, y píntola en mi imaginación como la deseo, así en la belleza como en la principalidad» (I, 25, 244).

La segunda apostilla se refiere a la ausencia de sensualismo en don Quijote, al que, no sólo por Turgueniev, se pinta siempre como alguien casto. Se trata de un tópico o estereotipo muy extendido. Sin embargo, tampoco es cierto. Hay dos pasajes que dan a entender lo contrario. El primero es la escena extraordinariamente cómica del encuentro nocturno de don Quijote con Maritornes en la venta de Juan Palomeque, donde se pone en solfa su honestidad, un asunto que ya comentamos en otro lugar (véase «Las aventuras de don Quijote», El Catoblepas, Febrero de 2008). Recordemos que el sedicente caballero toma a Maritornes por una hermosa doncella que, rendida de amor hacia él, se dirige a su cama para satisfacer sus deseos, aunque en realidad va en busca de la cama de un arriero para refocilarse con él, según lo que previamente tenían acordado. Pues bien, ante la que don Quijote creer ser una hermosa doncella enamorada de él, pero que ni es doncella ni hermosa ni enamorada, sino una ramera, fea, que sólo busca yogar con el arriero, su castidad se derrumba o resiente. Don Quijote, creyendo que la que se figura ser una hermosa doncella de él enamorada se le está ofreciendo, declina la oferta o invitación pero no por castidad sino primeramente por no estar en condiciones de darle satisfacción por causa de estar molido y quebrantado, una razón que no es compatible con la castidad que debe mantener un caballero cristiano. Es su segunda razón para justificarse en la que don Quijote encuentra un mejor refugio para su castidad, a saber, el compromiso que él tiene con Dulcinea, pero tampoco es una buena razón, porque esto da a entender que si no estuviera comprometido, aceptaría el ofrecimiento de la hermosa doncella y si no lo hiciera sería un tonto, como él mismo se encarga de recalcar expresamente: «Si esto no hubiera de por medio, no fuera yo tan sandio caballero, que dejara pasar en blanco la venturosa ocasión en que vuestra gran bondad me ha puesto» (I, 16, 143). Pero un caballero cristiano no debe permitirse semejantes vías de escape o licencias. Si se permitiera esa licencia, en ausencia de compromiso, no pecaría contra la fidelidad, pero sí contra la castidad.

El segundo hecho que manifiesta que en don Quijote hay elementos de sensualismo y que por tanto flaquea su honestidad se halla en la asociación que establece el propio don Quijote entre, de un lado, el cuento de la joven, rica y hermosa, pero desenfadada viuda enamorada de un mozo motilón o fraile lego, obtuso (incluso «idiota» según lo califica su superior), corpulento y soez -un cuento que ya hemos comentado en otra ocasión, en relación con lo que pueda contener de anticlericalismo, pero no en relación con la pureza y castidad de don Quijote- y, de otro lado, su propia relación con Dulcinea. Don Quijote saca a relucir este cuento a continuación de su conversación antes mentada con Sancho sobre la verdadera identidad de Dulcinea como una labradora robusta y hacendosa de El Toboso como respuesta precisamente a Sancho, quien hasta entonces se había creído que la dama de su amor debía de ser una princesa y, estando ya al corriente del secreto de su señor, le espeta a su amo que no tiene mucho sentido que la convierta en destinataria de sus empresas caballerescas, pues ¿qué le habrían de importar a una labradora ocupada en las tareas de su oficio?, ¿qué le habría de importar que don Quijote le envíe los vencidos por él para que se hinquen de rodillas ante ella? Es entonces cuando, para justificarse don Quijote, a quien Sancho acaba de poner contra las cuerdas, relata el cuento picante de la hermosa y desenvuelta viuda enamorada de un fraile lego, romo y rollizo, a la que le da igual que sea un idiota, pues para lo que ella lo quiere, «tanta filosofía sabe y más que Aristóteles» (I, 15, 244).

E inmediatamente añade don Quijote, trasladando esta moraleja a su relación con Dulcinea, que para lo que él quiere a Dulcinea, tanto vale como la más alta princesa de la tierra, aunque no lo sea. La cuestión es si al establecer esta comparación don Quijote está sugiriendo que al igual que a la bella viuda lo único que le importa del fraile lego, por más idiota que sea, es que domina la filosofía de saber proporcionarle a ella las satisfacciones libidinosas que ella necesita, a él igualmente le da igual que ella sea princesa o no con tal de que le proporcione las satisfacciones carnales que ella requiere. Admitimos, no obstante, que hay cierta ambigüedad en la analogía, y que don Quijote podría estar dándole un sentido diferente a la comparación. Cabe que cuando se refiere a sus necesidades no sean las de la viuda, sino sus necesidades caballerescas de búsqueda de aventuras para las que necesita una dama principesca, por quien hacerlas y a quien ofrecérselas, y si no es una princesa, no hay, problema, como ya sabemos, pues basta con idealizar a la labradora aldeana y transmutarla, según sus deseos, en la más alta princesa del mundo. Pero aun si es así, es difícil evitar la sensación de que la asociación inmediata del cuento picante de tan obvio, aunque elusivo, contenido erótico, con la manera como don Quijote percibe su relación con Dulcinea-Aldonza Lorenzo, contagia a ésta de un cariz grosero, impropio de un caballero cortés como don Quijote.

Para concluir, terminemos con una reflexión sobre Hamlet y don Quijote como símbolos de tipos humanos representativos de características fundamentales y opuestas de la naturaleza humana para determinar cómo se aplica esta dualidad de tipos al presente y cuál es la valoración que Turgueniev hace de los mismos. Todos los hombres, afirma Turgueniev, pertenecen, en mayor o menor grado, a uno de estos dos tipos, de forma que cada uno de nosotros tenemos algo de don Quijote o de Hamlet. Ahora bien, aun siendo rasgos universales de los hombres en todo tiempo, lo cierto es que en los tiempos actuales, según el escritor ruso, abundan más los Hamlets que los Quijotes, si bien estos últimos no han desaparecido. Así que Turgueniev veía su propia época dominada por el escepticismo simbolizado por Hamlet más que por el idealismo que encarna don Quijote.

En cuanto a la propia posición de Turgueniev al respecto, no toma posición por ninguna de las dos actitudes ante el ideal y ante la vida consideradas en abstracto, sino que parece tomar distancias ante ambos tipos, el tipo Hamlet y el tipo don Quijote, en los que encuentra graves defectos, sobre todo en la repercusión sobre los demás hombres, sobre las gentes o masas, de sus respectivas actitudes ante el ideal. Los Hamlets, por culpa de su escepticismo ante los ideales, por su carencia de unos objetivos definidos, son inútiles para la masa, a la que ni pueden proporcionar nada ni conducir a ninguna parte, pues quien no sabe qué tierra pisa difícilmente está en condiciones de indicar el camino, que no se sabe a dónde conduce; incluso para los Hamlets no está claro que merezca la pena siquiera preocuparse por la masa de la gente. Los Quijotes, por su lado, sí se preocupan por ésta y no la desprecian, son útiles y pueden movilizarla porque tienen un objetivo a donde conducirla, pero a menudo la extravían al guiar a la masa hacia metas irreales. En palabras de Turgueniev:

«Tenemos, por lo tanto, de un lado a los Hamlets pensativos, conscientes con sus espíritus finos pero, al mismo tiempo, inútiles y condenados al inmovilismo y, por otro lado, a los Quijotes, medio locos pero capaces de ser útiles y de movilizar a los hombres tan sólo porque tienen en sus mentes y ante sus ojos un solo objetivo, un objetivo a menudo irreal, al menos tal y como lo conciben». Op. cit., pág. 31

Gran parte de los estudiosos de Turgueniev se han planteado si él mismo fue en su propia vida un Hamlet o un Quijote, un escéptico o un idealista. Es habitual considerarlo más lo primero que lo segundo. Consideramos que esto es inexacto. Turgueniev no era un escéptico del ideal, ya que poseía un ideario, él se consideraba a sí mismo como un liberal reformista occidentalista y creía que mediante la educación, el cultivo de ciertas virtudes, como la laboriosidad, la paciencia y el sacrificio, los métodos graduales y dosis de ciencia y de cultura se podría modernizar Rusia y mejorar la vida de los rusos; además su preocupación por la realidad social, moral y política de Rusia en sus novelas es innegable. Pero el desmayo en la defensa de sus ideales y sus frecuentes titubeos es lo que confiere una nota escéptica a su actitud ante los problemas de su país. Podemos decir de él que fue un hombre blando carente del valor necesario para defender su ideario sociopolítico. Ante cualquier posible fricción con el régimen zarista, en vez de hacerle frente, ponía los pies en polvorosa. Mencionemos un simple ejemplo revelador. En 1881 visitó Rusia y se reunió con los estudiantes; el gobierno ruso le expresó en términos claros que no veía bien su visita y menos aún sus reuniones con los estudiantes. Turgueniev no lo pensó dos veces; suspendió las reuniones y la visita, y retornó a París.

Iván Turguénev y una historia rusa

Iván Turguénev retratado por Iliá Repin en 1874

Iván Turguénev retratado por Iliá Repin en 1874

El narrador de Punin y Baburin, en la primera línea de su relato, dice ser un hombre mayor y enfermo que piensa más que nunca en la muerte. Esta penosa situación marca el tono de la novela, la tristeza y el pesimismo que habitualmente se atribuyen a la obra y a la personalidad de Iván Turguénev (1818-1883).

Al evocar su infancia, nada más iniciar su historia, el mencionado narrador se sitúa en la rica hacienda familiar, en 1830, cuando tenía doce años. Es, exactamente, la edad que tenía Turguénev en idéntica fecha y en idéntico escenario, lo cual es el primer indicio del fuerte carácter autobiográfico de Punin y Baburin, que ahora edita Nórdica, por primera vez en castellano, con traducción de Marta Sánchez-Nieves y presentación de Juan Eduardo Zúñiga.

El escritor publicó esta novela corta en 1874, nueve años antes de su muerte, cuando tenía cincuenta y seis, edad avanzada para la época. En un momento del relato se llama “viejo” a Baburin cuando tiene cuarenta y tres años.

Punin y Baburin transcurre, en cuatro partes, entre 1830 y 1861, entre los comienzos del reinado del zar Nicolás I y los comienzos en el trono imperial de su sucesor, Alejandro II, años convulsos, tiempo de insurgencias revolucionarias y fuerte represión, tiempo también de auge de la gran literatura rusa. Estos dos aspectos quedan reflejados en el primer plano de Punin y Baburin.

Cubierta de Punin y Baburin en la edición de Nórdica

Cubierta de Punin y Baburin en la edición de Nórdica

La novela tiene –con un quinto más episódico– cuatro personajes principales, además, claro, del propio narrador. En primer lugar, la feroz abuela, directamente inspirada en las despóticas madre y abuela de Turguénev, que trata con tiránica crueldad a sus siervos y que deja sentado el estatuto de clases, la explotación a la que los terratenientes rusos sometían a sus esclavos, tratados como súbditos. Es significativo que la novela termine, en lo histórico, con la (imperfecta) abolición de la servidumbre por Alejandro II en 1861.

En la “extraña pareja” formada por Punin y Baburin, el primero es una especie de bondadoso y fiel escudero del segundo, un infeliz (carente de malicia) capaz de la alegría y lleno de fantasía, que estimula la afición a la literatura del narrador cuando es niño y cuando, brevemente, está empleado con su amigo Baburin en la hacienda familiar. Juntos leen, por ejemplo, Rossiada (1778), el poema épico de Mijaíl Jeráskov (1733-1807), que tanto incentivó la vocación literaria de Turguénev. Hay un momento en el que el niño pregunta a Punin si lee a Aleksandr Pushkin (1799-1837), tan influyente en Turguénev (Diario de un hombre superfluo, por ejemplo) y tan citado por él en sus obras, y Punin, sorprendentemente, dice: “Pushkin es una serpiente oculta entre ramas verdes a la que se le ha concedido voz de ruiseñor”.

El errabundo Baburin, que sobrevive con los empleos que se le presentan, hombre culto y preparado, seguidor del estoicismo de Zenón, es un republicano que representa con sus planteamientos y su activismo a un sector de los reformistas o revolucionarios del momento. Su dignidad esencial será cuestionada, por narcisista, por el amigo del narrador.

Y, por último, está Muza –¿musa?–, la hermosa joven de la que todos –menos Punin– estarán enamorados, una muchacha que deberá elegir, no sin dilemas, vacilaciones y rectificaciones, su destino sentimental y vital equilibrando sus preferencias con sus reflexiones morales, reflexiones –¿qué hacer?– que también competen a los otros personajes y que dan fuste a la novela.

Realista, aunque con efluvios románticos, Punin y Baburin, con su trasfondo histórico y sus referencias literarias, es, a la postre, un drama que, inserto en las circunstancia sociales y políticas de más de treinta años de la vida rusa, aborda con pensamiento sombrío la dificultad de abrazar un destino individual y colectivo justo y feliz.

El narrador describe, muy al principio, el jardín de la hacienda de su abuela, y dice: “En la cabecera del estanque había una salceda frondosa; más arriba, a ambos costados de una pendiente, se extendían matas densas de avellano, saúco, madreselvas, endrinos…y en la parte baja habían brotado brezo y apio de monte. Solo en algunos lugares entre los arbustos resaltaban unos claros diminutos de hierba fina y sedosa, color verde esmeralda, y entre la que se asomaban, con su divertida mezcla de sombreritos rosa, lila y pajizo, hongos “russula” achaparrados y se encendían cual manchas claras las bolitas doradas de la “ceguera de gallina”. Aquí todas las primaveras cantaban los ruiseñores, silbaban los mirlos, se oía el cucú de los cuclillos…”

Estas líneas, ciertamente, no son en absoluto representativas del estilo utilizado por Turguénev en Punin y Baburin. Queden aquí, no obstante, como una muestra de las líricas habilidades descriptivas desplegadas por el escritor ruso en el conjunto de su obra y, sí, como deliberada alusión del narrador a un paraíso perdido de la infancia. La infancia de un niño rico, claro.

 

III Encuentros Complutenses en Torno a la Traducción, 2-6 de abril de 1990

editado por Margit Raders, Julia Sevilla

Turguénev, una profesión de Fe europeísta

Rafael Llano, “Turguénev, una profesión de Fe europeísta,” Nueva Revista

Varias razones nos han movido a traducir y publicar Hamlet y don Quijote, de Iván Serguéievich Turguénev. Nos atraía, en primer lugar, el valor filosófico de un ensayo donde el novelista dilucida

unos rasgos de la vida humana, que entiende universales. El personaje de Shakespeare y el de Cervantes representan para Turguénev dos desarrollos posibles de la naturaleza humana. A cada uno asigna unas energías características, opuestas entre sí, que concluyen en dos polos antagónicos, dos tipos humanos excluyentes. La convicción y credulidad de los Quijotes se contrapone al análisis y la duda de los Hamlets; la acción que no vacila de los primeros y la fe que no se pregunta por las consecuencias de sus actos se contrapone a la inacción de los segundos, aquéllos perpetuamente atormentados por la cuestión de ser o no, incapaces de realizar con su vida alguna posibilidad limitada, no siempre consecuente y por eso humana; el altruismo de los primeros, en fin, que el pueblo comprende y sigue, contrasta según Turguénev con el egoísmo de los segundos, cuyas pasiones jamás alumbraron el entusiasmo de las clases bajas.

Queríamos que nuestro lector encontrase, pues, una distinción filosófica de largo alcance, que recuerda aquella otra entre Gesinnungsethik y Veranwortlichkeitsethik, entre Ética de la convicción y Ética de la responsabilidad, que estableciera Weber en 1920. No creo que sea peregrino traerla a colación. No se olvide que la polaridad típico-ideal desarrollada por Weber en sus conferencias sobre la acción humana als Beruf, como vocación, encuentra su origen en los escritos sociológicos del Tolstoi “convertido”, el posterior a 1880. Remito al lector interesado a los capítulos VI y XI de Mi religión (1884), al tercero de El Reino de Dios estd dentro de (1893), y al ensayo “¿Qué hacer?”, de 1904.

Podemos pensar en la dicotomía entre Hamlets y don Quijotes como origen indirecto, vía Tolstoi, de la distinción weberiana de tipos de comportamientos orientados por principios. De hecho, sabemos que Turguénev tuvo oportunidad de comentar con Tolstoi sus ideas referentes a Hamlet y don Quijote, dos años antes de hacerlas públicas, cuando ambos coincidieron en Dijon. Tolstoi alabó su idea: “Parece -le comentó- muy inteligente” (Leonard Shapiro, Turgueniev. His Life and Times, Oxford U. P., 1978, pág. 148).

Hamlet y don Quijote tiene pues algo de ensayo filosófico, pero ha si­do engendrado por la pluma de un novelista. Aquí encontrábamos una segunda curiosidad, digna de la atención de nuestros lectores. Hamlet y don Quijote son los dos arquetipos, los “primeros principios” literarios, por así decir, sobre los que descansa la narrativa de Turguénev. Invitamos a nuestros lectores a cotejar los rasgos que se describen en este ensayo con los que configuran la actuación, las pasiones y la vida de los caracteres principales de las novelas de esa misma época: En vísperas (1860) y Nido de hidalgos (1859). Allí encontraremos Quijotes de ambos sexos. Coteje además los caracteres concebidos en novelas anteriores: Rudin, un Hamlet en esencia, sin ataques de ácida bilis, y los caracteres abocetados de Diario de un cazador, don Quijotes y Hamlets mezclados con esa dulzura de quien conoce a un pueblo entre cuyas gentes se ha peregrinado. ¿Acaso podríamos olvidar el gusto y contragusto que nos dejó el Hamlet del distrito de Schigrovskiz? Si quiere usted, en fin, adivinar los caracteres de las novelas posteriores de Turguénev, recurra a los arquetipos del ensayo que ofrecemos a los lectores de NUEVA REVISTA: los nihilistas en Padres e hijos (1862), nuevos no-Quijotes educados en la austera escuela de la ciencia natural; y los caracteres inconsistentes -sinsustancias- que encontramos en las vidas volátiles de Humo (1867).

Favorecer un ajuste fino en la comprensión de la obra literaria de Turguénev, por tanto, nos movía también a publicar este ensayo. Pero había más. Ustedes conocen los términos de la polémica que dividió la vida cultural rusa de la segunda mitad del siglo XIX. Los “europeístas” sostenían que la madurez de su nación pasaba por la integración y plena asimilación en la cultura occidental, que marchaba con siglos de ventaja por delante de Rusia en progreso material, social y espiritual. Los eslavófilos, por su parte, no estaban de acuerdo en conculcar la entera historia de Rusia. Admitiendo que todo en la clase de la aristocracia había sido tomado en préstamo de Occidente, desde luego, no podían concebir que la gran masa del pueblo hubiese vivido en vano su existencia sacrificada, que hubiese peregrinado ciega, entoncecida y servil durante los largos años de su pasión y cautiverio. Por el contrario, los eslavófilos veían en la evolución espiritual popular, condicionada por su trabajo, su dolor y su cristiandad, la gran promesa de la identidad nacional.

Pues bien, Turguénev estuvo siempre de parte de los primeros, mientras que otros, Dostoievsky por ejemplo, se alineaban apasionadamente con los segundos. Un europeísta como el primero “tenía’’ que obtener sus grandes principios de la literatura occidental: Hamlet y don Quijote. Un eslavófilo como el segundo “tenía’’ que aceptar por modelo a un escritor ruso: Pushkin. A las ideas de Fiodor Mijáilovich en su artículo de 1861, publicado en Tiempo (esencialmente las que repetiría 19 años después, en su interveción pública en Moscú con ocasión del desvelamiento de una estatua del poeta); esas ideas cultural-literarias del eslavófilo Dostoievsky se contraponen a las del euroepísta Turguénev en Hamlet y don Quijote. Este ensayo, por tanto, es una tarjeta de presentación ideológica del novelista, la página web de Turguénev, y como tal queríamos ofrecerla a nuestros lectores.

Un último motivo nos ha animado a publicar la conferencia de Turguénev, y es la trascendencia que para la vida rusa -:para su literaturatiene el año en que fue publicada. Algunos autores retrotraen a 1848 la incubación de las ideas expuestas en Hamlet y don Quijote, cuando Turguénev presenció los movimientos revolucionarios de París (cfr. Henri Grandfard, !van Turgu.éniev, París 1966, págs. 255-6). Shapiro sostiene que en 1857 su autor había apalabrado el artículo para El contemporáneo. Pero fue el 10 de enero de 1960 cuando las ideas de Turguéniev alcanzaron al público, con ocasión de la conferencia organizada en beneficio de la Sociedad para Ayuda de Escritores y Científicos rusos, que el mismo fundó en París junto con otros notables compatriotas.

En ese mismo año -1860- publica Turgéniev En vísperas. La novela presenta una íntegra versión literaria -caracteres y acciones- de las ideas contenidas en Hamlet y don Quijote. Rusia, en efecto, se sabía “en vísperas” de un acontecimiento trascendental: el decreto de abolición de la servidumbre. Llegaría un año después, el 11 de febrero de 1861. Aquel paso suponía el final de una época centenaria de la historia de Rusia. Un nuevo capítulo empezaba con páginas en blanco en la vida nacional. La intelligentsia tenía por delante una misión única, de máxima envergadura: dar contenido a la nueva etapa, fijar los pilares de la civilización rusa del siguiente milenio. Turguénev afirmaba en Hamlet y don Quijote que la historia termina cuando los individuos dejan de creer en el deber, en una causa, cuando los ciudadanos pierden su fe. En vísperas del trascendental acontecimiento convenía decir, por tanto, que Rusia necesitaba nuevos Quijotes, que era inaplazable el descubrimento en las planicies continentales de nuevas Indias, de una convicción nacional que asegurara una larga travesía, vida longeva a la nueva sociedad.

Estas coordenadas nos permiten entender la responsabilidad que pesaba sobre la literatura. No es éste el lugar para señalar aquel cúmulo de circunstancias históricas que hicieron de la literatura rusa el refugio del pensamiento ético, social y filosófico de la nación. Anotemos solo que reprimidas durante más de treinta años la ciencia primera, las universidades y el debate público por el miedo y la violencia de los monarcas autócratas, la literatura y especialmente la novela se había convertido en arma de ofensiva social, en espacio de reflexión moral, en pórtico del templo desde donde proclamar vibrantes verdades proféticas. En vísperas del gran decreto de la libertad era inevitable preguntarse si la literatura contemporánea iba a estar a la altura de las circunstancias, si lograría transformarse en instrumento para forjar una nueva conciencia eslava.

Sabemos qué produjo la literatura rusa los veinte años que siguieron al entierro de la servidumbre. Vieron la luz las grandes novelas de Tolstoi. Guerra y paz, gran épica histórica de las guerras napoleónicas, renuncia -¿sorprendente?- a las cuestiones contemporáneas. Los personajes de Ana Karenína, por su parte, sí representarán a individuos de la época, por más que la novela trate solamente de la vida y pasiones típicos de un círculo social, el de la vieja aristocracia. Ellos, en efecto, en absoluto podían considerarse protagonistas del crucial momento histórico. Así se lo hizo ver Dostoievsky a Lev Nikoláievich desde las páginas del Diario de un escritor. Por razones cuyo análisis nos llevaría muy lejos, Tolstoi renunció a la literatura poco después. Desde confesión, ya en la década de los ochenta, el conde, que confiesa haber sufrido una transformación interior, encuentra en la reflexión filosófica, en la moral racional y en la ciencia social instrumentos adecuados para la manifestación de sus ideas. Creerá su deber encauzar la vida rusa por unos derroteros de mayor conciencia y civilización, ideales tan elevados y -me tienta decirlo- tan germánico-kantianos, que excedían la potencialidad de la literatura, al menos aquélla de la que él mismo era capaz. El concepto, no la ficción, sería desde entonces su aliado principal.

Esto le reprochó siempre Turguénev a Lev Nikoláievich, que abandonara su oficio de novelista. Iván Sergéievich siempre le consideró un mal filósofo. Tenía, por ejemplo, las reflexiones metahistóricas de Guerra y paz por las partes más flojas de la novela. Estaba autorizado para decirlo, pues su formación filosófica adelantaba a la de Tolstoi, merced a sus afi.os de formación en el idealismo alemán en la universidad de Berlín.

Pero el problema “literario” de Turguénev, desde 1860, no iba a ser de naturaleza distinta a la del autor de Resurrección. También él se iba a mostrar incapaz de transformar cabalmente en caracteres sus convicciones filosóficas. Desde su posición “europeísta”, Turguénev avanzó un paso al frente y devino eslavófobo. Recuérdese Humo, y se comprenderá el asombro de sus contemporáneos, no tanto ya por su contenido (pues la profesión de fe europeísta era moneda corriente), sino más bien por los medios de expresión que emplea o, mejor aún, por los que no emplea. Algunas partes de la novela son simplemente panfletos; la reflexión -la dialéctica- sustituye a la representación; en lugar de vida, argumentos sobre la vida. Turguénev parece estar sufriendo el “síndrome Gógol’’. Como éste en Almas muertas, muestra lván Sergueiévich insuficiente talento para transformar las opiniones, las reflexiones, las intuiciones, las propias hipótesis sobre las cuestiones del día en linfa literaria: en caracteres, en relaciones, en drama.

Por lo demás, insiste Turguénev en ser cantor de su clase social, la misma a la que perteneció Tolstoi hasta su muerte. Fue el penúltimo pregonero de su decadencia. Aún tenía que venir Chejov y cerrar el ciclo de los hombres superfluos, para que luego otros arrojaran el cadáver de los ociosos hombres crueles, de los grandes sensuales, a las alcantarillas de la nueva civilización. Esposas frívolas, de Von Stroheim, ¿recuerdan el final?

Otras, no de aristócratas, tenían que ser las preocupaciones de una literatura que se asentara con pie firme en la nueva encrucijada. Hacía falta una concepción nueva que, como el mensaje de los viejos profetas israelitas, recorriera a golpe de emoción y escalofrío todas las clases sociales, desde el monarca hasta los individuos que trabajan con las manos, transmitiendo una nueva fe, la conciencia de un deber sagrado sobre el que asentar la nueva cultura de la libertad. Solo la literatura de Dostoievsky estuvo a la altura de las circunstancias. Solo ella supo concebir, durante más de veinte años, nuevos Quijotes, ingenuos alumbradores del futuro de Rusia: Sonias, Príncipes Mishkins, Alioshas Karamazovs, mujeres y hombres cuya fe tenía que probarse en singular combate contra los Hamlets terratenientes de viejo cuño, contra los más nuevosHamlets, analíticos de la ciencia -los Raskolnikovs, los lvanes Karamazovs- y también, finalmente, contra los novísimos europeístas que eran los socialistas.

***

Conocíamos dos traducciones de Hamlet y don Quijote. La Revista contempordnea, dirigida por don Francisco de Asís Pacheco, vertió al castellano la versión francesa y la publicó en el número de septiembre-octubre de 1879. Por su parte, hace también más de un siglo, el editor Antonio López publicó una serie de traducciones de obras de “Tourgueneff”, a cargo de Torcuato Tasso Serra, a partir de las traducciones francesas, entre las que se incluía nuestro ensayo. Pensábamos que Hamlet y don Quijote se merecía algo más que una traducción de segunda mano, por lo demás ya algo trasnochada. El trabajo de Víctor Gallego ha hecho justicia a las ideas del novelista ruso. Se abre el turno de nuestros lectores, a ellos les toca entrar en juego.

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

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